Cuento en construcción
Este cuento ha avanzado de esta forma gracias a los aportes de Susana Chiappetti y Cuento Colectivo. Todavía nos parece que falta un poco para el final así que sigan participando. El ejercicio está abierto de forma indefinida.
Mariano llegó a al restaurante diez minutos después de lo acordado y a pesar de que no se veía con ninguno de sus dos hermanos desde hace por lo menos cuatro años, sólo le dio un apretón de manos a cada uno. “Díganme, qué era tan urgente como para hacerme salir antes del teatro… ¿A qué se debe este reencuentro familiar, querido hermanos” dijo Mariano de forma sarcástica y también un poco irritado.
“El viejo ha muerto” respondió César, el hermano mayor, que fumaba un cigarrillo. A Mariano en ese momento se le vinieron a la cabeza una lluvia de recuerdos y sintió a partir de la noticia algo que nunca se hubiera esperado. A pesar de que no había vuelto a ver a su padre desde que éste le había cerrado las puertas de su casa y vetado de la familia hace más de quince años, un nudo se le hizo en la garganta tras las palabras de César.
“¿Cuándo lo entierran?” preguntó Mariano. “Mañana en el Cementerio de Montparnasse” le respondió Antonio, su otro hermano, quien había asistido al encuentro con su usual uniforme militar. “Pero trata de ir vestido decente y creo que sería mejor si fueras sin ningún acompañante” agregó Antonio mientras miraba con repugnancia al travesti que acompañaba a Mariano, parado justo al lado de la mesa.
Mariano golpeó la mesa con su puño, haciendo que se derramara el licor de uno de los vasos. “Me recuerdas tanto a él” dijo Mariano mientras encendía un cigarrillo. “Hasta mañana entonces” dijo y se levantó. Por un lado, Mariano se sentía comprometido a ir al entierro de su padre, pero por el otro, sabía que nada bueno surgía a partir de esos reencuentros familiares obligatorios.
Todavía recordaba con claridad la mirada permanentemente reprobatoria de su padre que nunca había aceptado su vocación artística. Todavía le dolía el vacío que le habían hecho sus propios hermanos y resonaban en su mente las aún indescifrables palabras de su madre: “Un día entenderás todo y perdonarás. En las familias hay secretos… oscuros a veces, difíciles de develar…”. ¿Sería tal vez este entierro la oportunidad de averiguar la verdad? ¿Estaba él preparado para enfrentarse a cualquier tipo de confesión?
Abrió la puerta de su casa y fue al armario donde, en una cajita de madera, conservaba fotos viejas y algunos pocos objetos de aquella época. Hacía tiempo que hurgaba en sus historias infantiles buscando alguna pista que le permitiera entender (la memoria de los recuerdos es siempre imperfecta, recortada y confusa). Habría unas diez fotos: su madre con sus hermanos, su madre con su padre, los abuelos, una cena navideña, su madre en el teatro con un amigo de la familia y unas cuantas de su paso por la escuela.
Había también unos pocos objetos, entre ellos un anillo con el clásico símbolo del teatro: las dos máscaras, la de la comedia y la de la tragedia. Se detuvo en ese objeto. Lo levantó y lo observó con cuidado, como si fuera la primera vez. En realidad, él había conservado ese anillo sólo porque le había gustado… pero nunca se había preguntado de dónde había salido o cómo había llegado a sus manos…
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Entonces, tan fugaz como lo que percibimos a la cruda luz de un relámpago, recordó como Carla, una niña de rizos oscuros y ojos de almendra, dejaba caer en su mano izquierda el anillo con un shhh, que enfatizó poniendo el índice sobre su boca…
Carla… Carla… su memoria se negaba a devolverla. Y sin embargo supo que era la pieza fundamental de un rompecabezas. Y allí se quedó, perdido entre un aroma a lavanda, y el tic tac monótono del reloj de pared… esperando, sin saber qué.
Hasta que uno golpe de nudillos en la puerta lo volvió a la realidad
Lo despertó, como todas las mañanas, el toque de diana. Palpó las sábanas buscando inútilmente el anillo y comprendió –no sin cierta desilusión– que otra vez había sido sólo un sueño. Un sueño como tantos otros. Quizás era hora de aceptar que sólo en esos momentos se permitía vivir una vida de emociones y misterio. Dos generaciones de militares le habían marcado un rumbo de deberes y reglas que él había aceptado dócil… cobardemente.
La irrupción inesperada del teléfono lo sorprendió.
-Mariano –era la voz de César, su hermano mayor. –El viejo ha muerto.
-¿Cuándo lo entierran?
-Mañana, en el cementerio de Montparnasse.
-Allí estaré.
-Mariano, el viejo te dejó una carta, unas fotos y… un estuche con un anillo.
El día del sepelio, toda la familia de Mariano asistió, todo transcurrió de forma muy tranquila y espiritual. Después del sepelio, todos los familiares se congregaron en la casa de la madre de Mariano. Esa reunión fue para Mariano como una grabación de pasadas reuniones familiares. A la tía Carmenza ya le apestaba el aliento a puro licor, en alguno de los bolsillos de ese gabán negro tenía que estar su pequeña licorera de plata y de seguro no tardaba en ocurrir la primera situación.
La madre de Mariano, Beatriz, permanecía sentada en una mecedora, meditando en silencio. Esta vez, sería Antonio el instigador: “¿Pero qué es lo que te sucede Carmenza? ¿No puedes ni el día del entierro de mi padre guardar un poco de respeto? Mira ya como estás hablando y caminando. ¿Es que no te da pena con tu hija, Sofía?”. La tía Carmenza bajó la mirada con vergüenza y Sofía, insultada e iracunda debido al comentario de Antonio, murmuró: “Y yo que creía que todos esos juicios morirían con ese viejo maldito”.
“¿Qué es lo que has dicho?” preguntó César indignado. “Nada” respondió Sofía con una sonrisa. “Mira nada más” dijo Antonio. “Eso es lo que pasa cuando se tiene a una alcohólica como madre. Los hijos terminan no teniendo respeto por nada ni nadie y alcahueteando los excesos de…”, “Basta ya” gritó Mariano, interrumpiendo las palabras de Antonio. “Deja que mi tía llore de la forma que quiera llorar”.
“¿Cómo te atreves a darme órdenes en mi propia casa? Además de que estás invitado por puro pesar, ¿quieres ahora ejercer autoridad en este espacio del cual, si mal no recuerdo, te vetaron para siempre hace varios años?” respondió Antonio. “Deja a tu hermano quieto” dijo Beatriz, la madre de ambos. “No madre. No lo haré. Es esa misma actitud blandengue la que volvió a Mariano un cacorro con todo y ropa. Nada más mira el anillo que tiene puesto” mencionó Antonio, refiriéndose al anillo que había encontrado Mariano la noche anterior y había decidido usar por alguna extraña razón para el entierro.
“Ese anillo de cacorros, fue un regalo de tu sagrado padre a Mariano y en él yace parte de la responsabilidad del curso de los sucesos. Me refiero, por supuesto, a aquellos sucesos referentes al veto puesto sobre mi amado hijo menor, el cual he tenido que padecer todos estos años…”