Cuento en construcción
Puedes inventar el comienzo de una narración, o una completa, a partir de la fotografía que aparece en la entrada. Haz clic en la imagen para agrandarla. Este ejercicio está abierto de forma indefinida y una vez sepamos el final de la historia le inventaremos títulos. ¡Participa!
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Ver fotografías de mi infancia, era ahora una de las pocas cosas que disfrutaba después de 18 años de abstinencia sexual. Había quedado viuda en las playas de Puerto Escondido, cuando por consejo de mi familia Gustavo y yo tratábamos de darle un nuevo aire a nuestro matrimonio luego de 12 años de infelicidad consumada. La primera noche en el hotel, estuvo mas que tranquila, el cansancio normal del viaje había terminado por llevarnos a la cama sin deseos. Las noches en la costa suelen estar acompañadas por el constante golpear de las olas en la arena, que sirvieron como melodía de sus últimas palabras…
Un muelle recorrido cientos de veces, en una monotonía infame de rítmicos pasos desde la costa hasta ese preciso lugar de siempre, aquel donde la pequeña Marta empecinadamente detenía su andar, y con ojitos traviesos pedía: “¿Acá, papito, les podemos dar de comer a las gaviotas?”. Y el ritual de los trozos de pan rebanados en rodajas lo suficientemente pequeños para ser tomados por su pequeña manito, y lo suficientemente grandes para que las aves pudieran tomarlos sin dañarla.
Y después la milimétrica precisión de los movimientos de Martita: mano izquierda sosteniendo la bolsa; mano derecha tomando una rodaja por vez, solo una; la primer gaviota volando rauda hacia el alimento, y con un suave descenso y posterior aleteo, el alejarse vaya a saber a que nido de rocas; y retorno al principio, retomando el mismo circuito hasta que, ya vacía de alimentos, la bolsa flamea en la despedida que acompaña a la diestra de la niña de sus “hermanitas del viento”, como ella llama a las aves.
Día tras día, al atardecer, la misma imagen, la misma secuencia de hechos que podría haberse prolongado por siempre, en una instantánea de felicidad apasible, sin sobresaltos.
Llegó ese día en que Martita ya no acompañó el rutinario paseo, quizás por ese otro vuelo que no llegó a destino, empecinado en un brusco descenso en el medio de un océano lejano, quizás habitado por las mismas gaviotas que la llevaron en un vuelo para cobijarla en su hogar de rocas y algas.
Pero el recorrido exacto continuó, a la misma hora donde el sol ilumina apenas la superficie del mar de un naranja ígneo; y la imagen indeleble en su retina se proyectaba en ese mismo lugar, donde el viento traía esas mismas palabras, y el eco de las olas y el graznar de las gaviotas repetían incesantemente opacando los gemidos de su garganta… “Acá… papito…”
Por fin, el día de su cumpleaños, Clarita vio el mar. Lo miraba con gesto hipnótico, sin pestañear, anonadada. Nunca había imaginado que tanta agua pudiese inundarlo todo, desde el horizonte hasta su pensamiento. Y comenzó a soñar despierta. Imaginó burbujas gigantescas de jabón saliendo del mar, atrapando a las gaviotas. Pensó en qué sucedería al caer la noche, cuando las estrellas tuviesen que subir disparadas, volando, a brillar en el firmamento. Supuso que si el agua de su bañera mojaba, el agua del mar debería mojar mucho más, tanto que ninguna toalla podría secarla…