Cuento en construcción
Continúa este cuento que ha sido escrito hasta el momento entre Lucía, Liliana Vieyra Tanguy y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. El ejercicio está abierto de forma indefinida y una vez sepamos el final de la historia le inventaremos títulos.
Pensaba que sus ojos habían perdido la forma. El atravesamiento de los numerosos barrotes que significaban su encierro, las rayitas provocadas por el llanto y todo el tiempo perdido en lamentarse lo convencían. Ese tiempo vacío en que seguía el camino de las hormigas le habían instalado de a poquito en su pensamiento un deseo: “ser como ellas…salir por un agujerito…”.
Ese pensamiento se convirtió de a poco, en una idea fija. Recordó todas las películas donde el protagonista podía transformarse en un animal y eso le daba una lejana esperanza. ¡Ser una hormiga no podría ser tan difícil! Solicitó en la biblioteca del penal una enciclopedia para saber un poco más sobre ellas.
Se asombró al leer que las había en varios tamaños, especies y colores. Pero tuvo miedo al enterarse que a veces, se comían entre ellas. En una semana hablaba como un verdadero mirmecólogo y les contaba a los otros prisioneros sus investigaciones mientras giraban en círculos durante los recreos.
Incluso uno de los guardianes se interesó en el tema y le prometió buscar más datos en internet. La espera de esa información lo tenía ansioso. A los dos días, por fin, tuvo las fotocopias prometidas en sus manos. Leyó con avidez, hoja tras hoja. Lo halló en el segundo párrafo de la última hoja y su cara se iluminó con la alegría de quien cree que ya es suya la victoria.
¡Había hormigas voladoras! Ya no tendría que irse por el pequeño agujero con su cuerpo adherido a la húmeda tierra y perderse entre túneles. ¡No señor! Se iría de allí volando. Sí. ¡Delante de las narices de todos! No pudo evitar una nerviosa sonrisa mientras ideaba ese genial plan y de forma disimulada guardó las hojas entre sus ropas…
One Response
Lo primero que hizo fue dejar de comer. Le costó bastante al principio, pero era evidente que para poder volar debía sentirse liviano. En la primer semana comió la mitad de la ración diaria, en la segunda un cuarto de la misma y así siguió disminuyendo sus comidas hasta que los pantalones comenzaron a caer y su robusta figura que había sido su orgullo quedó convertida en una sombra. Algunos le preguntaban si se sentía enfermo, otros no entendían ese brillo especial que tenían sus ojos ni esas sonrisas que le venían de pronto como fugaces relámpagos a iluminar la cara.
A veces, se paraba en puntas de pies para calcular el peso de su cuerpo y agitaba sus brazos intentando volar, lograba despegarse ligeramente del suelo y eso le daba la pauta que iba por el camino correcto para lograr su objetivo. Entonces, entusiasmado como un niño, reía de felicidad.