Cuento final
Este cuento fue realizado entre Berta Avila, Moisés Gerardo y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. Es el segundo capítulo de una serie de cuentos. Pronto empezaremos con la creación del tercer y útimo capítulo.
Xandro entendió que era un “fenómeno” y que estaba solo, que debía buscar su lugar en el mundo. Adolescente ya, decidió peregrinar con la seguridad en su fuero interno, de que no era el único, no podía ser único. Sentía que su poder tenía una finalidad y que existía alguien o algo que le podría dar la respuesta. En su camino, trabajó en lo que se le iba presentando por comida, por techo y abrigo. Se dio cuenta que podía relacionarse como si no fuera diferente, aprendiendo de los demás y de sí mismo.
Un día, mientras caminaba por la calle vio a una anciana andrajosa que gemía, se aproximó y la mujer al verlo, se le abalanzó abrazándole y llorando de forma desconsolada. Xandro se sorprendió. Nunca lo habían abrazado, por lo tanto, se quedó inmóvil. Ella tiritaba de frío. De pronto dejó de llorar y lo miró a los ojos, dándole las gracias por darle calor.
En ese momento, Xandro tomó consciencia de que su cuerpo estaba encendido, de sus manos salían pequeñas llamas y, de manera violenta, se separó de ella. Con los brazos estirados, la anciana, con expresión de confusión en su rostro, le rogó que no se fuera. En la mano derecha de Xandro, la bolsa donde llevaba sus pocas pertenencias, se estaba quemando.
Xandro intentó sofocar las llamas, pero ya era inútil. Entonces se dejó caer en el suelo, mirando las cenizas con impotencia. Resignado a no tener nada una vez más, se incorporó para retomar su camino. Sin embargo, la anciana lo tomó de la mano que aún estaba quemante y en silencio lo condujo por un callejón hasta llegar a una puerta deteriorada y sucia.
Al abrirla, un hedor penetrante se sintió en el ambiente. Estaba oscuro. Pensó en devolverse, pero la anciana, con una gran fuerza, lo haló. Sentía bajo sus pies el barro que se colaba por sus zapatos rotos. Por fin llegaron a un patio interior muy luminoso, de hecho, extrañamente luminoso porque no era la luz del sol.
Miró a su alrededor y los muros estaban tapados por musgos. Un agradable aroma a comida lo despertó del trance en el que se encontraba. Miró a la pequeña anciana que, sonriente, dejó ver su falta de dentadura y con un gesto le mostró una pequeña entrada a un túnel de roca. Ella se adelantó y gateando le hizo señas de que la siguiera.
Con dificultad, Xandro logró pasar hasta el otro lado y vio con tremenda sorpresa que era una habitación muy limpia, donde había una mesa y unas sillas tan pequeñas como la anciana. Ella lo invitó a sentarse, pero por su altura, tuvo que sentarse en el suelo. En un costado había una cocinilla con una olla burbujeante. ¡Que rico olor! Y que hambre tenía.
De una caja de cartón la anciana sacó dos vasijas de greda con las que sacó sopa, ofreciéndole. Xandro se la acabó como si nada, se tomó tres, mientras ella lo miraba de forma amorosa. Terminó quedándose dormido. Después de unas horas, despertó con un frío intenso, era invierno y estaba nevando.
En un primer momento no sabía dónde estaba. Miró a su alrededor y vio a la anciana acurrucada en un rincón tapada con papel de diario y se dio cuenta que él estaba tapado con una cobija vieja. Entonces decidió reanudar su camino, tapó a su benefactora, pero ella despertó y al darse cuenta de que Xandro se disponía a salir, lo lo detuvo haciéndole una seña para que prestara atención.
La mujer tomó unos trozos de madera, un trozo de papel que introdujo entre la leña, le mostró su deforme dedo índice y una pequeña llama comenzó a encenderse y a brotar también de su dedo anular, con la que encendió de nuevo la hoguera. Xandro, sin dar crédito a lo que esataba viendo, retrocedió arrastrándose de espalda hasta chocar contra el muro.
La mujer levantó su mano encendida con una llama azul y la acercó a su rostro. Sin arrugas ni señales de ancianidad, con una sonrisa de complicidad, le dijo con voz suave y juvenil: “Así es, no eres el único”. Con ambas manos en llamas, tomó las de él y lo levantó. Xandro no entendía cómo sin él controlarlo, sus manos también se encendían.
Al ver las manos juntas, vio que su fuego era rojo y que al unirse al de ella, comenzaba a subir una columna de fuego serpentino entrelazada. Xandro se percató de que ya no era tan pequeña, su corazón latía a mil mientras contemplaba la belleza de la columna de fuego que llegó a una altura y se detuvo. Separaron sus manos y las columnas se separaron también y, ambos al mismo tiempo se apagaron.
– Lee el primer capítulo de esta serie de cuentos llamado: “Los inicios del Genio Rojo: ¿Poder o maldición?”