Cuento final
Este cuento fue escrito entre Ricardo Barriada, Marx, Virgilio Platt y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. ¿Te gustó el resultado?
Tras un largo día de trabajo en la empresa de aseo de la ciudad, Aldo, uno de los recogedores de basura de la compañía, llega a su casa apestando y más desmoralizado que nunca. Con 35 años de edad, es verídico afirmar que las cosas en la vida de Aldo, no se dieron como él las esperaba. Abre la nevera de su casa, la cual se ve vacía en su mayoría, a excepción de las últimas dos cervezas, una jarra de agua y algunas verduras viejas. Agarra y abre una de las cervezas en lata y se sienta en el sofá de su sala a ver televisión.
Después de cambiar canales unos instantes, se detiene a las ocho en punto en el canal que transmite la lotería. A pesar de vivir con el salario mínimo y de estar ahogado en deudas, Aldo todas las semanas compra su tiquete de lotería. Aunque su experiencia le ha demostrado que es más probable que le caiga un rayo dos veces antes de ganársela, como otros tantos millones en el mundo, él permanece fiel a su esperanza.
Saca su tiquete y lee los números “97406933420321″, entonces lo besa y le dice, “tú eres el de la suerte”, como siempre lo hace. Se ve en la televisión cómo se enciende la máquina que escoge los números ganadores. Entonces el anunciante, pendiente del resultado dice: “Sale un 97… un 40… 69…”. Aldo se sienta en todo el borde del sofá, con el tiquete en la mano y los ojos más abiertos de lo normal. Sigue el anunciante: “33…42…”. Aldo se comienza a morder las uñas.
“03…21…”. Un grito frenético se escucha por todo el vecindario. Sorprendidos, algunos vecinos asoman la cabeza a través de la ventana de sus casas. Otros, alertados por lo que imaginan puede ser un grito de locura desesperado, salen a sus puertas. Miran para un lado y para otro, hasta que de nuevo escuchan un repetitivo grito y a su vecino Aldo salir corriendo de su casa.
Lleva en la mano un papel que algunos confunden con una nota cualquiera, ondeándolo como si se tratara de una bandera y, viendo a sus vecinos asomados a las ventanas y a las puertas de sus casas, va hacia ellos como si se dirigiera a una fiesta y los abraza y besa. “¿Qué le sucederá a Aldo?”, se preguntan los vecinos sin salir de su asombro.
Pero Aldo no les da señas, solamente sonríe y tararea. Después de varios minutos de sonreír y besar a quien él quiere, se detiene y mira hacia su hogar. Por poco se le olvida que de puertas para afuera nadie debe saber de los secretos de la casa. Entonces guarda silencio, recapacita y, como si no hubiera visto a nadie, retorna paso a paso hacia adentro. Da la vuelta y de forma silenciosa cierra la lámina de madera ajustándola con firmeza contra el marco. Expira “¡Qué locura iba a cometer!”.
Ahora nadie debe saber de su bendita suerte, porque no hay duda, todos querrán un poco y otro poco y cuando se quiera dar cuenta, todo se habrá escurrido por los bolsillos rotos. Adentro, el silencio, afuera, una multitud de pasos se escucha venir hacia la puerta de su casa. Aldo se estremece y corre a buscar un lugar seguro donde guardar su tiquete de tal modo que nadie lo encuentre. Se calma, piensa en la inconveniencia de que el frenesí que lo embarga lo haga cometer la locura de guardar el tiquete donde jamás pueda volver a encontrarlo.
Regresa a la puerta y tira de la manija; cruje la lámina. Cuando va a dar el primer paso hacia afuera, cubriendo la puerta hay aproximadamente 12 personas. “¡Tremenda multitud!” pensó. Nada que realmente alarmara, sin embargo, tenia que ser cuidadoso. Si algo aprendió al recoger basura es que la gente tira de todo menos lo importante: dinero.
Él no estaba en condiciones de confiar en nadie. Quería gritarles en sus rostros que su final feliz estaba listo, que un día lo verían en las revistas de gente importante, o en las listas de empresarios famosos. O quizás hablarían de él en el noticiario: “la buena nueva del recoge basura”. Por ahora su billete estaba bien escondido en la nevera junto a las verduras viejas, si nadie las había comido cuando estaban frescas, nadie las comería ahora.
Entonces cierra la puerta y se recuesta sobre ella para pensar un rato. ¿Será que los deja seguir o no? A las afueras se oye el llamado de los vecinos: “¿Aldo, qué te sucede? Ábrenos por favor, estamos preocupados”. Para no levantar sospechas, Aldo decide usar un poco de psicología inversa y dejarlos seguir, pero no sin antes buscar el revólver que está en su armario. Lo guarda en su bolsillo, por si las moscas, y le abre la puerta a los vecinos. Sólo había cuatro ahora, al parecer los demás se habían ido.
Después de varios minutos de mentir acerca de como le habían dado la gran noticia de que sería tío y de conversar trivialidades, Aldo ya no sabía que inventar para que se fueran los invitados indeseados. Además, dos de los que estaban eran unos estudiantes bromistas del barrio que no le causaban buena espina. Ellos nunca habían entrado a su apartamento. ¿Por qué la repentina amabilidad? Algo olía mal y no era solamente él. Los demás vecinos eran la señora Mirta del 1A y su esposo el señor Joaquín.
Pasan unos minutos más y Aldo nota como uno de los muchachos se acerca mucho a la nevera. “Tengo sed ¿tienes algo de tomar Aldo?” dice el estudiante mientras, antes de esperar respuesta, la abre. “¡Quieto ahí!” dice Aldo. Sin embargo, ya el daño estaba hecho. El muchacho vio el tiquete y lo agarró. “Ves Johnny, lo sabía. Te lo dije que no era casualidad” le dice uno de los muchachos a su amigo.
“Suéltalo ahora” dice Aldo, apuntando su arma al muchacho. “¡Dios mío!” exclama la señora Mirta espantada. “Baja el arma ahora mismo hijo, no sea que hagas algo de lo que te vayas a arrepentir” dice el señor Joaquín. “No se preocupen viejos, no creo que un pobretón como este tenga para las balas de ese revólver y si las tiene, de seguro que ese revólver oxidado ni funciona”.
“Niños malcriados, haré que los echen de este edificio” grita el señor Joaquín. “Con esta fortuna me compro una mansión” dice Johnny “nos vemos perdedores” y ambos estudiantes salen corriendo por la puerta. Aldo hace un disparo pero no le da a ninguno. Sale de la puerta y los ve al final del corredor.
Dispara y le da en la cabeza a Johnny, el otro se pierde de vista. Aldo corre con todas sus fuerzas, sale del edificio y lo ve casi llegando a la esquina. Apunta, dispara y le da en la espalda. Una patrulla que pasa en ese momento presencia los últimos disparos y arrestan a Aldo antes de que pueda recuperar su tiquete de la suerte del cadáver del bromista.
Aldo sí salió en el noticiario después de todo, pero no bajo el titular que esperaba, este decía “El recluso iluso” y la nota se trataba de la coartada más creativa y chistosa jamás escuchada en la comisaría de policía: que el doble asesinato cometido por un resentido y fracasado recogedor de basuras a dos muchachos con futuro, se debía a que los estudiantes habían intentado robarle un tiquete de lotería que jamás encontraron.
Lo más desconcertante de todo, fue que los únicos que podían verificar la coartada, el señor Joaquín y la señora Mirta, después de años de vivir en ese barrio, de repente habían decidido mudarse, no sin antes pagar la deuda de arrendamiento de 6 meses que tenían. Por otra parte, en esa ocasión, el receptor del premio mayor de la lotería prefirió mantenerse en el anonimato.