Mi padre adoraba las navidades y aunque éramos una familia muy pobre, él siempre se las arreglaba para que en esa época no nos diéramos cuenta que lo éramos. Creaba otra realidad a nuestro alrededor, única, sensual, familiar… total. Modulaba cada gesto con poética sensibilidad. Y si las circunstancias lo hubieran permitido, nos habría dado más, muchísimo más.
“Lo esencial, es invisible a los ojos”, bella frase del maravilloso libro “El Principito”. Encargaba un árbol, generalmente, de algunas de las variedades que se cultivaban cerca de nuestra casa. A veces llegaba un pino, que luego llenaba con muchos adornos, trabajando con dedicación proverbial. Se subía a una escalera para adornar las parte superior y después se sentaba en el piso para ver su obra maestra.
Sentado ahí, miraba desde lejos cómo le iba quedando el árbol. Volvía a cambiar cierto adorno que no le hubiera quedado como le gustaba, desenredaba las instalaciones de lucecitas, -en esos tiempos eran de una sola forma, eran estrellitas de colores, no como las que hay ahora- . Entonces no podía entenderlo, sólo disfrutarlo. Tenía una fuerza descomunal y la cultivaba haciendo cosas como esta. Cierro los ojos, y ahora que tengo tiempo, me gana la nostalgia.
Recuerdo particularmente un juego de bolas navideñas con las figuras de Blanca Nieves y los 7 enanitos. Eran fuera de serie, cada año se sacaban y se lucían y eran el encanto de todos quienes las veían. Eran muy finas y delicadas, nunca supe de dónde salieron ni en dónde las había comprado. Corría más o menos el año 1966. Haciendo alarde de una humildad excesiva, contestaba con evasivas cuando alguien le preguntaba sobre ellas.
Rebatía con demoledora lógica cualquier supuesto sobre el origen de estos adornos. Era un maestro manipulador de inventos sobre el tema, habilísimo diplomático diría yo. Con el tiempo, y como eran muy frágiles, se fueron quebrando una a una hasta que sólo quedó un enanito.
Mi padre murió siendo yo aún muy joven y se llevó el secreto de la procedencia de tan espectaculares adornos. De todas maneras nos dejó una rica y cálida herencia en cuanto a celebrar las navidades se refiere. Nos dejó su bien más preciado, su mejor herencia… su espíritu. Todos mis hermanos y yo conservamos ese espíritu festivo y alegre que él nos sembró. Existen infranqueables recuerdos en nuestra memoria sobre las navidades que pasamos con él.
Yo me radiqué en los Estados Unidos hace muchos años y en uno de los viajes que hice a Disney World con mi hija, estábamos recorriendo los mercadillos del Magic Kingdom, uno de los importantes parques de atracciones y en una tienda en la que sólo venden artículos navideños todo el año con el tema de los personajes de Walt Disney, vi un bello estuche con Blanca Nieves y los 7 enanitos.
¡Increíble milagro! Y aterrador al mismo tiempo. Era idéntico al que nosotros tuvimos siendo niños. En seguida los recuerdos y la nostalgia me atraparon .El juego de adornos navideños que mi padre tenía era americano. Múltiples preguntas llegaron a mi mente. Te las contaré sin inventar más cosas de las que recuerdo. ¿Como los había conseguido? ¿Cómo habían llegado a sus manos? ¿Cómo los había pagado? Pues al ser americanos debieron de haberle costado mucho dinero. Quedaba al descubierto la exquisita orfebrería que un día tejió alrededor de estos sin iguales adornos mi padre. Quedé magnificada y sonreí emocionada al recordarlo.
Eran un verdadero tesoro y él los tuvo para que nosotros los disfrutáramos. Su suprema entrega, su esfuerzo para que sus hijos tuviéramos aunque fuera un solo artículo de valor en nuestros años de infancia me dejaba sin habla. Un rasgo de su carácter. Un gesto muy sentimental. Con uno de esos gestos sofisticados y enigmáticos crecimos. En seguida los compré y se los envié de inmediato a mi madre que aún vive en mi país de origen. Era pleno verano y el acontecimiento causó sensación en la familia, de eso hace 7 años. Los enanitos se han vuelto a lucir.
En Marzo del 2008 hice un viaje relámpago a mi tierra natal después de 21 años, y mi sorpresa fue enorme al entrar a la casa de mi madre y encontrar en uno de sus rincones un pequeño árbol de navidad adornado solamente con Blanca Nieves y los 7 enanitos. Ahí continuaban estando esos adornos navideños, con todos los derechos que les eran favorables. El solo verlos en mi entorno de niña, fue un motivo de celebración, la larga espera tuvo una recompensa.
Mi madre se imaginaba que en navidad yo no iba a poder volver… fue una precaución necesaria. Efectivamente no puede volver en navidad, lo que sí volví a saber fue de las delicadezas y delicias de ese manantial de sensibilidad que tiene el corazón de mi madre. Apelo a la sabiduría para entender la sutileza del encanto de su gesto. Sólo un defecto dañaba el efecto, el no poder contar con la presencia del motivo de esta historia, pero su espíritu navideño perdurará por siempre en el corazón de mis hermanos y en el mío, y ahora en el de nuestra descendencia.
Si alguna vez dudé de dónde había sacado este espíritu mío, pues ahí tenía la respuesta. Vengo de una estirpe de leyenda y hoy les he expresado con libertad mis emociones, mientras sigo alegre como unas pascuas, les dejo esta historia. Léanla muy despacio, deletreando cada palabra, para reforzar mi mensaje.
Este cuento fue escrito en honor a Leónidas Guzmán, esencia e inspiración de Fanny Guzmán, la autora de las palabras a continuación. Hace parte de las historias de nuestro especial de navidad y fue editada lo menos posible para tratar de conservar su esencia. Sin embargo, como no había un título, este fue escogido por Cuento Colectivo. Esperamos que disfruten la narración.