Esta historia ha sido escrita hasta el momento entre Fermin Angel Beraza, Virgilio Platt, Sandro Vergara y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. Lo único que hace falta para terminarla es el título. ¡Participa!
Sombrero y camiseta de marinero, habano en la boca, whisky en mano, gafas de sol de lujo y el mar cristalino en el horizonte. ¿Qué más podía pedirle Guido a la vida? Estas eran las vacaciones que él se merecía. Tomás, su mejor amigo desde el colegio, Linda, la esposa de Tomás y Paula, su esposa, tomaban cocteles mientras él jugaba a ser capitán, manejando el timón del velero.
Provenientes de la clase alta norteamericana, las jóvenes parejas solían planear sus vacaciones juntas ya que los dos hombres eran inseparables desde la adolescencia, trabajaban en la misma empresa y habían adquirido dos apartamentos en el mismo edificio, ni que fueran nacidos juntos y separados al nacer. Las dos mujeres no se conocían de antes, lo hicieron al entrar en pareja con los mencionados, acoplándose muy bien al estilo de vida que ambos llevaban: trabajar veinte horas por día en el más prestigioso estudio de abogados de la ciudad, cena en los mejores restaurantes todos los días, y vacaciones de alto nivel dos veces al año.
El alquiler del velero de mediano porte no fue obstáculo para Tomás ya que era él el que tenía permiso de navegación y conocía los pormenores del tránsito marino aunque luego le pasara el mando de la embarcación a su amigo Guido que estaba ansioso por manejar dicho barco. El mismo se desplazaba suavemente sobre las olas, empujado por una brisa agradable, aunque en su popa tenía amarrado un motor fuera de borda de 150 caballos por si el viento dejara de soplar. El curso a seguir era costear el litoral caribeño de Costa Rica para llegar a la Isla de Los Monos, donde pernoctarían en un hotel especial para turistas de alto vuelo.
Como en el mar no existe el control de espirometría, que tanto les aguaba el regreso de las fiestas de sociedad, que tan seguido hacían en su ciudad, daban rienda suelta a la bebida de cocteles frutales primero, para pasar a graduaciones alcohólicas más fuertes luego. Todo era paz, todo era libertad, todo era anti-reglas.
Mientras Tomás fue abajo a buscar más hielo para las bebidas, el capitán Guido aferraba fuertemente el timón del barco para mantenerlo en el curso que lo había puesto su amigo, que era el que si entendía de navegación, mientras pasaba su vista por toda aquella lindura: el cielo era bello, el horizonte lejano era bello, el mar sereno, apenas crispado por la brisa que les daba empuje era bello, las dos mujeres que tenía echadas frente a él eran bellas.
Paula y Linda tomaban sol tendidas una al lado de la otra justo en la cubierta de proa, con sus cabezas apuntando el rumbo de la embarcación, por lo que Guido las tenía justo enfrente y vistas desde los pies hacia delante. En verdad su contemplación debería haber sido solo para su esposa, que por cierto mostraba una madura belleza por donde se la mirase, pero ya que la naturaleza le regalaba una extra, paseó su lujuriosa mirada por todo el cuerpo de la esposa de su amigo, que por cierto era igual o más bella que la suya.
Nunca había pensado en el “suingerismo” hasta ese momento, pero sabía que si llegaba a insinuar siquiera la idea a los demás, su delirio lo llevaría a la muerte; primero en manos de su esposa, y luego si sobrevivía, su amigo Tomás se encargaría de liquidarlo. Ajenas a todas esas bajas intenciones de Guido, las dos mujeres aparte de tostarse al sol, conversaban de cosas triviales dejándose hamacar por el vaivén de las olas.
Un golpe seco en la base del casco sorprendió a todo el mundo. Tomás, que venía subiendo a cubierta con los hielos en un bol fue a parar al fondo de la nave golpeándose la espalda contra la puerta de los camarotes. Las manos de Guido se soltaron involuntariamente del aro del timón por la sacudida, y las mujeres rodaron por la cubierta hasta chocar con la baranda de la borda que impidió que se fueran al agua.
Enseguida el grito de Tomás: “fíjate por donde guías el barco Guido, te dije que no te salieras de rumbo, seguro que golpeaste con alguna saliente de piedra”. El otro desde arriba contesta indignado: “pero si no saque las manos del timón en ningún momento, seguro que tocamos algún animal, vamos a revisar si todo el mundo está bien”. Las mujeres más sorprendidas que asustadas, se recomponen y avisan que están bien, ofreciendo su ayuda para mirar que fue lo que paso.
Intrigados, los cuatro se dirigen a la escalerilla de popa, para observar la superficie marina en busca del objeto que provocó el golpe. Un lomo azul se deja ver flotando atrás del velero. “Eso no es ningún animal marino” dice Tomás, el experto. “Puede ser una boya de señal”, dice Paula. “Las boyas de señal son de colores vivos como naranja o rojo” dice su amiga. “Mejor lo acercamos con las cañas de pescar y nos sacamos las dudas enseguida” concluyó Guido.
Con un poco de esfuerzo pudieron subir a bordo un tanque de plástico de color azul, herméticamente cerrado, que a juzgar por su peso, no estaba ni de broma vacío. “Seguro es un tanque de combustible que se le cayó a algún otro barco”, expresó Tomás, y enseguida preguntó: “no viste otra embarcación por acá cerca”, dirigiéndose a Guido que era el que timoneaba en el momento del choque. No, contesta este, lo único que desentonaba en el paisaje era una avioneta que pasó cerca del agua para luego levantar vuelo y perderse en el cielo, pero no le di ninguna importancia. Cuando lo movieron, las mujeres susurraron al unísono: “lo que tiene no es líquido, parece algo sólido, pero como introdujeron eso allí” preguntaron.
Mientras escrutaban el tambor plástico, color azul, intentando saber de qué era, los dos hombres tiraban sugerencias en voz baja para no alterar a sus esposas: “puede ser una sustancia tóxica” dijo uno “pero debería tener alguna identificación” agregó el otro “y lo único que se lee en el fondo son esas siglas: CC-G1, que no tengo idea que significan”. Mientras el sol apuraba su descenso en el poniente, todo parecía volver a la normalidad, ya que comprobaron que la estructura del barco no había sufrido consecuencias del choque.
El comando de la embarcación lo tomó Tomás esta vez, las chicas volvieron a su rutina aprovechando los últimos rayos de sol que quedaban, y Guido se entretenía mirando de cerca aquel objeto, barruntando en su cabeza algunas teorías.
Recordó que en una ocasión, en el estudio de abogados, le tocó defender un caso por narcotráfico, que se había desarrollado en esas aguas y que el matute había llegado hasta las costas de Florida, vía un barco pesquero…en un tambor de combustible, recordó espeluznado. “¡Maldición!” expresó, levantamos un muerto, y no estamos invitados a este entierro.
En el momento que Guido corre a la cabina de mando a comunicarle a su amigo lo que descubrió, una lancha de alta velocidad y bajo calado se hace ver a lo lejos, y viene en dirección a ellos. “Es droga, Tomás, levantamos un matute de drogas, y debe tener un dueño que no somos nosotros”, le decía Guido a su amigo entre asustado y eufórico. “Llamaremos a la Guardia Costera y asunto resuelto”, sentenció el experto. “Pero debe valer como un millón de grandes”, comentó Guido, sin que las mujeres tomaran todavía cartas en el asunto.
“Y tú como sabes lo de ese tanque”, preguntó Tomás. “Es que lo discutimos en un caso en la Justicia, amigo; las siglas son de cocaína en grado ultra puro, los narcos lo lanzan desde el aire y luego una lancha lo recoge, trasladándolo como combustible entreverado con los demás tambores que generalmente lleva cualquier barco pesquero. Te imaginas abriendo nuestro propio bufete en pleno centro de Miami, en nuestro propio local, con nuestros propios empleados”, agregó Guido ya con un dejo de exaltación. “El punto es que lo que no es propio, es justamente este paquete que tanto valor tiene”, decía Tomás, mientras observaba como se acercaba más y más la pequeña lancha, divisándosele ya la pequeña bandera panameña en la proa.
Guido ocultó el tambor en uno de las habitaciones dentro del velero. Al salir, la Guardia Costera panameña estaba a unos 10 metros de distancia. “Buenas tardes señores y señoras, me pueden decir qué hacen aquí en detenidos en medio del Mar Caribe” preguntó uno de los oficiales. “Al parecer golpeamos algo, revisamos pero ya está todo bien. No pudimos encontrar qué fue lo que nos golpeó” dijo Tomás. “Creo que va a ser necesario que nos dejen requisar la embarcación”, dijo el oficial superior.
“Perdón, pero esta embarcación es propiedad privada. Yo soy abogado y ustedes no pueden poner un pie aquí, sin la orden de un juez” dijo Guido con un tono desafiante. “Está bien, pero si no nos dejan requisar tendremos motivos para sospechar que están ocultando algo”, dijo el mismo oficial. “¿Qué vamos a estar ocultando? ¿Es que tenemos cara de criminales? Dime, Tomás, ¿me ves algún tatuaje de prisionero o algo que se parezca?” alegó Guido, con la misma agresividad. “Está bien abogado estrella, los dejaremos ir con una advertencia.
Pero primero saquen los documentos de la embarcación, que eso sí tenemos el derecho de exigir. “No hay problema”, dijo Tomás. Tomás fue por los papeles, se los mostró a los oficiales y en unos minutos estaban camino de regreso a la ciudad. Tomás estaba enfurecido como para continuar con las vacaciones. Dejó claro que ni él ni su esposa querían nada que ver con lo que hubiera en ese contenedor. Cada vez mejoraba la situación para los ojos de Guido.
Dos semanas después, Tomás cenaba con Linda, a la luz de las velas y con una botella de vino, en su apartamento de lujo, cuando alguien tumbó la puerta. Tres gorilas entraron, entre dos golpearon a Tomás con una potencia jamás conocida por un abogado snob. “Es muy fácil, amigo. Nos devuelves lo nuestro o le volamos los sesos a tu esposa”, dijo uno de los gorilas.
“Nosotros no tuvimos nada que ver. Por favor no nos hagan daño. Es a Guido Vega al que buscan. “Mientes” dijo el gorila número dos, justo antes de propinarle una patada en el estómago a Tomás, que yacía en el suelo. “Mientes como todos los de tu especie cabrón. Y morirás aquí por eso. Nos dijeron bien quién fue el que alquiló el velero ese día”.
“Es cierto fui yo el que lo alquilé. Y sí encontramos algo, pero yo no quise tener nada que ver en eso. Lo juro por mi vida. Por favor déjenos ir. Les doy lo que quieran, pero no nos hagan daño”, imploró Tomás, al borde del llanto. “¿Cuál es la dirección del tal Guido?”, “Avenida Iscariote, 53″. Al irse los intrusos, Tomás corrió hacia donde Linda, revisó que estuviera bien y juntos se abrazaron. Tomás, como dando una explicación que nadie le había pedido dijo: “No tuve ninguna alternativa”.
A Guido lo eliminaron de una manera bastante cruel y sangrienta, al mismo nivel que a un mafioso enemigo, y es que al parecer Guido quería estar a ese nivel. O tal vez no hay que ser tan duros, se vio seducido por la exquisita fragancia del dinero fácil, pero la fragancia resultó ser un veneno mortal. “Todo el mundo con dinero lo ha hecho” le dijeron siempre y él creyó. El resultado: una viuda y la desgracia que no haya una segunda oportunidad para pensar bien las cosas, seis pies bajo tierra.