Solo le falta el título a este cuento que ha sido escrito hasta el momento entre Sebastián Andrade, Valentina Solari, Virgilio Platt y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. Puedes participar en la zona de comentarios de esta entrada o escribiendo a comiteeditorial@cuentocolectivo.com.
Después de una larga semana de trabajo, Iñaki se fue de copas con unos viejos amigos de la época de la universidad. En el bar “Pandemonio”, todo se movía muy rápido. Tragos por aquí, chicas por allá… prometía ser una noche excelente. Después del sexto shot de whisky, Iñaki había llegado al punto de no retorno. Se salió del bar a tomar un poco de aire fresco. Una vez afuera, encendió un cigarrillo. Entonces escuchó por detrás: ¿Iñaki, es usted?
Iñaki dio la vuelta y estaba justo en frente de su jefe directo, quien dijo: “He llegado aquí con mi esposa, nos dicen que es el bar de moda de la ciudad. ¿Está aquí con alguien de la oficina?”. Iñaki respondió: “No, con unos viejos amigos que se graduaron conmigo”. Al terminar la oración, él mismo escuchó cómo arrastraba las palabras. El nivel de alcohol se le subía en ese mismo instante, las funciones motrices se veían afectadas.
“¡Concentración por dios!”, se dijo a sí mismo. Entonces un conocido de Iñaki se acercó con su novia. “Pero si es nada más y nada menos que el desnudo enmascarado del fin de semana pasado. ¡Iñaki, soy yo hombre!”. “No sé de qué me hablas”, contestó Iñaki, abriendo sus ojos al máximo para enviarle la seña al personaje de que estaba en medio de una situación delicada.
El conocido, sin embargo, o entendía muy poco de lenguaje no verbal, o sencillamente era un hijo de puta. “Pues es de esperarse que no te acuerdes de nada después de tremenda juerga 2 días seguidos. De repente saliste del lugar sin ropa y con una máscara y capa, diciendo que ibas a combatir el crimen”.
“Me tienes confundido con alguien más, con permiso”, Iñaki se dio la vuelta, estaba decidido a evadir la escena. En ese momento tropezó con una protuberancia en el suelo y cayó de bruces. Lo último que recordaba, al amanecer al día siguiente en un lugar que no lograba identificar, era la cara de desaprobación del señor Castillo y sus últimas palabras: “De verdad, lamentable”.
Llegó a su casa con raspones y moretones por toda la piel y con la sensación de que podía desmayarse en cualquier momento. Los dos litros de agua que había en la nevera no alcanzaron a aliviar su garganta seca. Se acostó en su cama, sabiendo que lo que le esperaba eran largas horas de pensamientos mono temáticos, en torno a la situación que había atraído a sí mismo. No era para menos, la vida le había demostrado que no se puede mostrar una cara a la multitud y otra a sí mismo sin preguntarse en algún punto cuál de las dos es cierta.