Sobreviviendo desnuda ante la hecatombe

Continúa esta historia que ha sido escrita entre Potter, Sandro Vergara, Héctor Cote y Cuento Colectivo. La narración surgió a partir de la imagen. ¡Participa e invita a tus amigos!

Obra "The morning after" de David Lachapelle
Obra “The morning after” de David Lachapelle

Recostada en su cama, había aparecido así… ¡de repente! Vestida con una blusa blanca, unas zapatillas azules y unos shorts, medias y tacones negros. Junto a su casa destruida en un mar de escombros, al lado de altos edificios que habían sido derrumbados por el meteorito que había impactado contra la tierra, tal y como lo habían pronosticado en aquellas profecías tremendistas y recurrentes. Ella se encontraba mareada, sentía una jaqueca terrible, como esa que te da después de haberte puesto una borrachera de aquellas, las épicas, las primeras que te pones con tus cuates.

Entonces las llamas encendieron su blusa blanca y la convirtieron en humo. Helen alzó sus brazos y lanzó un grito agudo y desesperado. De alguna forma, el sentimiento de desnudez en ese instante fue más fuerte que la impresión del entorno de hecatombe. El olor a humo era intenso, esto no era un sueño. El sentimiento de vergüenza desvaneció, necesitaba calmarse, pensar cuál sería su siguiente movimiento.

Todos los problemas que antes parecían tan importantes: terminar sus estudios en diseño, preocuparse por cómo terminaría aquel libro que llevaba una semana leyendo, las redes sociales y su afanoso movimiento, ahora parecían olvidados y muy enterrados en el pasado. Poco o nada quedaba ya de aquella vida que ahora a su alrededor ardía y se desquebrajaba. Familia y amigos, todo había sido destruido, no quedaban más que algunos restos calcinados de cuerpos de personas afanadas que ahora inmóviles permanecían en silencio.

En un acto de voluntad trató de calmarse, de reaccionar acorde a la situación, miró al piso agrietado, respiró profundamente y lo hizo de nuevo, trató de pensar en qué sería lo más lógico que debía hacer, cuales debían ser sus prioridades, y qué recursos podía utilizar. Más temprano que tarde su vista recorrió aquel suelo agrietado y vio, entre los escombros, un bulto ensangrentado que reconoció como lo que había sido su pequeña gata, animalito de gran gracia y agilidad que ahora reventada no era más que un saco de cuero sanguinolento. Helen comenzó a toser a causa del polvo que se le metía por los pulmones, sus tobillos lastimados y sus brazos llenos de pequeñas astillas le indicaban cual era la acción más lógica, la acción más adecuada.

Cayó de rodillas gritando inconteniblemente, llorándolo todo, entre alaridos de desespero que no cesaban, con el desgarro del alma porque se encontraba entre las llamas totalmente indefensa, abandonada y desamparada. Qué podía hacerse contra tal furia irracional, contra semejante estruendo divino. El pánico se apoderó, y más guiada por sus manos que por sus ojos encontró una punta afilada, un tubo cortado con suficiente filo para atravesar su corazón con tan sólo un movimiento.

Pensó entonces en el altar en la playa, frente al mar. Todos los invitados, muy elegantes, se detienen, perplejos, ante la visión de la novia. En el fondo, el galán sin rostro y el cura en su indumentaria eclesiástica. No podía simplemente desechar la vida que había soñado desde que jugaba con muñecas. Quería formar una familia, pero ¿estaría a tiempo para eso todavía?

El colchón ahora ardía por completo y una de las llamas alcanzó a quemar a Helen en el antebrazo, lo cual la sacó del trance en el que se encontraba. Algo estaba claro, ese no sería el día de su muerte…

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