Te invitamos a seguir esta narración que apenas comienza. Una vez sepamos el final de la historia le inventaremos títulos. El que hay en el momento es provisional. Puedes hacer tu aporte en la zona de comentarios de esta entrada o escribiendo a comiteeditorial@cuentocolectivo.com.
El asedio había durado ya tres días. La policía había acordonado el área esperando nuestra rendición. Nosotros disparábamos con todo lo que teníamos, esperando que el caudal infinito de soldados, medios periodísticos, curiosos, políticos, vendedores ambulantes de chalecos antibalas, artistas de performance, turistas, constructores de ataúdes y vendedores de pólizas de seguros se acabara.
Después de tres días de un infierno absoluto las piernas me dolían. Las rodillas, por estar todo el día acurrucado, me martirizaban a cada paso. El sudor del miedo se había convertido en un pestilente aroma que se había apoderado de mis ropas y de mi piel. Los codos raspados por sostener el fusil en aquella ventana pedregosa empezaban a sangrarme. El dolor de cabeza, fruto del insomnio de los cuatro días, me empezaba a volver loco. La muerte se cernía sobre nuestras cabezas. Al mirar a un compañero, sabíamos inmediatamente que después de hoy no habría una nueva oportunidad.
Nos habían abandonado nuestros compañeros, quienes debían hacer el contraataque y liberarnos de esta autoimpuesta tumba de cristal y cemento. Ellos no querían el mismo derramamiento de sangre del palacio de justicia, así que nos dieron caritativamente tres días de disparos ininterrumpidos que nos habían costado la mitad de nuestros hombres, sin contar con que casi todos ya estábamos heridos levemente.
Hacía no más de una hora que el tiroteo había cesado, nuestro comandante había bajado en compañía de dos de sus escoltas para hablar con el general encargado de nuestra masacre. Y por fin nosotros habíamos podido tener un momento de tranquilidad, al fin un respiro. Pero no duró mucho más, aunque no con balas, los soldados y policías arremetieron de nuevo.
“¿A dónde van los comunistas cuando se mueren?” vociferaron desde abajo con un altavoz. ¿Reencarnan en ratas o simplemente desaparecen?”. Los gritos de aquel capitán que se erigía sobre el techo de un carro crearon un estruendo en nosotros comparable sólo con las trompetas de Jericó. Nuestra moral se derrumbó por completo, quienes dormían despertaron de sus pesadillas con los ojos desorbitados y sin aire. Los heridos rompieron en llanto y yo mismo desdibujé de mi rostro la expresión de ira y la reemplacé por la de agonía.
Casi que por instinto me arrastré por aquellos derrumbados pasillos hasta encontrar mi propio megáfono. Me levanté finalmente y mis rodillas dejaron aquel suelo pedregoso. Llegué a la ventana ante el asombro de todos y vi por primera vez el panorama completo.
“¿Acaso su Dios se asustó con los disparos? No lo vimos entrar cuando nos bebimos el vino de la capilla” respondí. No vamos a morir, en dos días nos harán amnistía y nos harán pagar casa por cárcel por sus muertos”.
“No vivirá dos días, rata petulante. Apenas cruce la puerta se puede dar por desaparecido. Pero no se preocupe, tengo una fosa donde puede ir a visitar a sus amigos, ratas y esqueletos, los comunistas de verdad.”
“El que desapareció fue el soldadito que se hizo pasar de héroe en el techo, ese de pronto reencarna en paloma, porque en esta vida no aprendió a volar. Ojalá tenga esa sonrisa cuando esté en interrogatorios, es difícil arrancarle la lengua a alguien que no abre la boca.”
“Sí, me di cuenta cuando interrogamos a la guarnición que tenían aquí. A propósito ¿De dónde sacan a esa gente? ¿De la línea de suicidas? Se hicieron matar que da gusto.”
“Sabe qué da gusto, el aroma a la carne quemada, eso siempre me abre el apetito.” Dijo mientras señalaba a dos camaradas que habían caído envueltos en llamas hasta la planta baja.
“Igual a mí, hace un rato me comí un brazo de un sargento, estaba tan gordo que fue cena para dos. Al teniente lo hicimos al vapor, había que deshuesarlo primero, muy poquita carne.”