Cuento en construcción
Este cuento ha avanzado de esta forma gracias a los aportes de Juanse Gutiérrez, Pepe G y la edición de Cuento Colectivo. Cabe anotar que la historia, hasta ahora, tiene cierto grado de rigurosidad histórica. ¡Sigue participando! Tienes la opción de inventarle un final al cuento, o sólo continuarlo.
“Está claro… sencillo, muy sencillo… sí. ¿Cómo no fue capaz de verlo Grossmann? A veces pienso que ni me escucha. ¿O será que no me entiende pero dice que sí por cortesía?” Albert dejó a un lado el problema con la operación para que más tarde su compañero lo viera, entonces se centró de nuevo en lo que de verdad importaba, en lo que no se debía perder tiempo: su teoría.
No podía evitarlo, le daban tanta rabia casi todos los aspectos de la humanidad que una pena enorme le inundaba cada vez que alguien le hablaba de sus problemas. “¿Qué no ven lo sencillo que es vivir?” se decía siempre a sí mismo, se encendía en carácter él solo y al final se refugiaba en su tan ansiada soledad.
“El tiempo… que relativo. Y las excusas que llega a crear un concepto abstracto, inventado. ¿Te falta tiempo pequeña persona? Está claro que hablándolo con los demás no lo recuperarás, empieza por organizarte y por luchar por algo que de verdad merezca la pena para ser recordado por siempre. Aun así… ¿Vale la pena ser recordado por siempre?” Albert miró por la ventana mientras de forma poética bebía de su taza con chocolate.
Una voz lo llamó desde la puerta “¡Profesor Einstein!”. Al parecer lo requerían y con un elegante gesto dejó la taza y marchó a ver que necesitaban de su ingenio, de aquel que muchos pueden tener pero que por comodidad dejan morir. Entonces se generaba de nuevo la pena del profesor.
Al abrir la puerta, el cartero le entregó un sobre. Era de su amada serbia que le escribía desde su lugar de vacaciones, en las montañas del norte de Italia, frente a los Alpes. Un lugar refrescante en ese verano caliente.
“¿Cómo van tus ecuaciones? Me gustaría que vinieras unos días, te ayudaría con las ecuaciones y podríamos amarnos con pasión en este hermoso lugar. No te preocupes por el dinero, mis padres pagarían nuestros gastos y tu mente relajada favorecería tu creatividad. La planta de nuestro amor necesita un poco de riego…”.
Mientras acababa de leer con atención, una gota de sudor de su frente emborronó el nombre de la firma de la breve carta de la mujer que atraía sus sentimientos. Ella, licenciada en matemáticas y compañera de Albert en sus años de universidad, pasaba sus últimos días de verano con su familia, en una maravillosa finca rodeada de árboles.
Una reflexión vital interrumpió los pensamientos matemáticos del profesor, para dar pie a una viva vibración sentimental, el recuerdo del objetivo básico de la existencia y la consciencia del ser humano: el amor…
Una respuesta
Que curioso que él, un amante de los números pensara en el amor, aquella fórmula esencial de la vida que muchos han tratado de entender y que aparentemente pocos lo han logrado. Se preguntaba si algún día la matemática que él tanto admiraba sería capaz de explicar el amor. No le parecía una idea loca, ni un poco descabellada.
Por otro lado, no lograba comprender por qué muchos pensaban en los números cómo algo tan frío e insensible. ¿Es qué acaso no tiene corazón el que está detrás de los cálculos? Ojalá el mundo pudiera escuchar alguna vez sus ideas, se decía para sí mismo. “No es momento para perder tiempo en estas ideas, ya llegará mi turno”.
Tomó una hoja y un lapiz, decidió responder la carta que acababa de recibir: