Este cuento fue escrito entre Héctor Cote y Julieth Villamizar y Martha Buitrago. ¿Te gustó el resultado? ¡Deja un comentario!
Se escucha el disparo del escuadrón, el olor a pólvora inunda el recinto y los vítores no se hacen esperar. Los cinco hombres amordazados dentro de ese pequeño lugar levantan su rostro esperando ser elegidos para el siguiente fusilamiento.
“Ya era hora de que los comunistas nos dieran una muerte privada” comentó la primera. “Fusiladme a mí primero, ya estoy cansada de estar aquí encerrada y quiero sentir finalmente el famoso ardor revolucionario”.
“No, fusiladme a mí”, dijo el segundo “mi doctor detectó una desmineralización en mi sangre. Dadme democracia, ya que no hay farmacia”.
“No hagáis caso a estos aduladores, fusiladme a mí, fui yo quien tan indemne vendí mi alma al libre mercado, y ahora quiero saber lo que es estar explotado”, acotó un tercero.
“He tenido esta maldita fiebre consumista desde hace años, y la gripa que ha ocasionado ha monopolizado mis medios de respiración a los viscosos, pesados y decadentes aparatos del sistema pasado. Fusiladme, abridme los pulmones, que respiren el fin de la historia”.
“A mí apuntadme al corazón, su latido tan desordenado me impide vivir en régimen. Acabad conmigo”, dijo el quinto.
Al ver el capitán el deseo de ser fusilado de sus cinco rehenes, con la sangre fría y el deseo de sentirse como un dios, ordenó a uno de sus soldados a lanzar los dados. Con una pequeña mueca les dijo a sus prisioneros que la suerte decidía sus destinos.
Entonces el soldado lanzó los dados al piso sin poca prisa, y para desgracia de los prisioneros, el dado después de dar vueltas en medio de todos, arrojó un seis.
¡Maldito seis! Gritaron todos, tan miserable debe ser nuestra muerte que hasta el azar juega en contra de nosotros. Una carcajada engañosa salió del capitán y se dirigió a su soldado, quien dejó que se escapara un pequeño suspiro de alivio, y le dijo: “Mirad estos miserables, hoy no habrán de morir, torturadlos un rato con aquel látigo de la pared, ya veremos qué suerte les esperará mañana”.
Así fue como las horas pasaban para estos cinco, que en vez de recibir su anhelada muerte, fueron azotados día tras día, mientras la suerte y el capitán se compadecían de sus vidas.
No más látigo – dijo la prisionera – yo quiero un castigo acorde, llevadme a esa pileta con agua y sumergid mi cabeza en ella hasta casi ahogarme, siempre tuve tanto dinero que ahora debo pagar y estar ilíquida.
Es cierto, dijo el segundo, traedme esas pinzas y partidme los dedos, hacedme más flexible al cambio revolucionario.
A mí ponedme hacer trabajos forzados y luego hacedme aguantar hambre absoluta durante dos semanas, el obrero tiene más necesidad de respeto que de pan”.
A mí dejadme aquellos sacos de cemento sobre mis rodillas hasta que se aplasten, curadme esta enfermedad capitalista ya que siempre he sido yo el de la clase opresora.
¡Esa rata! coged esa rata y luego poned mi rostro en una jaula con ella, que el hambre haga que me devore. Pero que sea esa rata y no otra, no la quiero ni sumisa ni devota, la quiero libre, linda y loca.
“¡Callad prisioneros, aun no son dignos de recibir una muerte revolucionaria!” dijo el soldado, irritado con sus súplicas. No es posible que sean los prisioneros los comerciantes de esta venta de almas, mientras nosotros sus opresores nos agobian las noches desconcertantes de esta batalla que aún no conoce su destino.
Habrá que encerradlos de nuevo y esta vez amordazados, no quiero ni un murmullo más, estos cinco nos volverán locos, mientras tanto, llamad alguno al capitán y que decida de una vez la suerte de estos- dijo un segundo soldado a sus compañeros.
Al llegar al capitán y ver a estos cinco hombres desmoronados en el deseo de morir, luego de un lento suspiro, accedió a liberarlos. “Sean libres y curen sus heridas, no seré yo el que decida sus destinos”- dijo a sus prisioneros y dirigiéndose a sus soldados desconcertados, ordenó su liberación y los envió de regreso al pueblo… ya todo ha terminado.