Conoce la la conclusión de esta historia sobre un paracaidista que reta a la muerte

Cuento en construcción

Sólo le falta el título a este cuento que ha sido escrito hasta el momento entre Alberto Escabias, Ceci Sweetsoul, Lunatique, Virgilio Platt y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. Tienes hasta el jueves 18 de octubre de 2012 para participar.

Sólo saltas con un paracaídas, porque sería inútil llevar uno de repuesto. La caída es tan corta, que en caso de que no abra tu paracaídas, no alcanzarías a abrir el de repuesto. Es cierto, las probabilidades de un accidente incrementan mucho, pero para los adictos a la adrenalina como yo, esto es el equivalente a un viaje a Disney para un niño. Me paro en el borde del vacío, a punto de celebrar mi salto número cien. Y pensar que hace mucho, sufría de pánico a las alturas.

Me relaja pensar en los héroes de la Marvel. Respirar como siempre, vaciar los bolsillos. Tengo la onerosa costumbre de dejar las luces de mi casa encendidas, he de volver, apagarlas, y sufragar con su correspondiente gasto y del de otras facturas, claro. Estoy dispuesto a piruetear antes de abrir el paracaídas, hoy durante más tiempo que la última vez. Y es que, aunque me lo haya propuesto las noventa y nueve veces anteriores, nunca consigo tirar de la anilla que accione el sistema de apertura minutos antes de caer vertiginosamente entre edificios.

Y salto… el viento aguijonea mi rostro, Incluso así, viendo mi vida pasar ante mis ojos, teniendo en la cabeza imágenes de truculentos accidentes, salto, porque es lo único que puedo hacer para dejar mi mente flotar en la sensación de ingravidez que me aporta tan temerario acto. Salto y no pienso en nada, no pienso en mis vísceras esparcidas en el asfalto, ni en mi madre con el corazón en un puño al ver mi salto retransmitido por televisión. Tampoco pienso en la novia que me dejó, alegando que mi “forma de ser es muy desequilibrada”.

Ella, tan ordenada, tan pulcra, ¡Tan, tan, tan terriblemente ella! No pudo conmigo, ni con mi afición. Creen que no tiraré de la anilla, pero siempre lo hago. Siempre, robando segundos a la muerte, siempre sonriendo al verla tirarse a mi lado. Me envidia… yo puedo tirar de la anilla y volver al suelo, a fijar mis pies en él y ella no puede. Me envidia y yo sonrío.

¿Acaso como podría ella robarme mi ser? No se lo permitiré por un instante y menos por el resto de mi vida. Los únicos momentos en los que danzamos al viento, son los segundos de mi posible muerte. Aquella muerte que al final ahoga sus recuerdos y traiciones, dejándome con esta increíble levedad en mi ser. Con mi mente vacía y mi sentido de satisfacción rebosado, halo la cuerda de la cometa que vuela en el silencio de mis peores miedos.

Halo y de pronto veo una imagen que habla por sí sola, la anilla en mi dedo pulgar y la cuerda blanca en sentido vertical… rota. Miro a la muerte con cara de pánico y ella me dice: “No retes a la muerte, amigo. Dime… ¿quién sonríe ahora?

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