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Cuento Colectivo® es una marca de Inteligencia Colectiva S.A.S. Fue fundada por Jairo Echeverri García, soñador despierto y contador de historias incansable.
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3 respuestas
indefinidamente busco el teclado en las ramas desajustadas de cada mano que no he de tocar, y el sonido y el silencio, los lamentos se incrustan al oído del que no puedo abandonar, son caricias en mis yemas y punzadas a mi pecho tantas hembras tantas glorias y la perdida de mí en cada una de ellas; el compas desajustado tiembla al solo intento de claridad es entonces cuando sus sombras se levantan y me envuelven en la pena; son mil dedos ciento de palmas y esos cuerpos que no reconozco en mi historia ya sin nombres ni caras en las que yo me pueda reflejar, es el tinte del silencio y la obicuidad que mi mente en desatino enrieda mi letra, mi melodia insestuosa
En mi vida he conocido muchos rostros. Rostros aburridos ,y algunos hasta desfigurados por la hipocresía y sonrisas manipuladoras. He conocido rostros bellos que me han traicionado y me han intoxicado mediante el veneno puro de un par de labios sencillos, dulces; pero desgastados. He conocido rostros llenos de luz, que terminan en el callejón de la tristeza. Incluso he visto mi rostro en el espejo, y ni yo mismo me reconozco…
La soledad me estaba haciendo mal. Mi planeta particular era perfecto. Pero no podía pasarme la vida charlando con mis rodillas. La música era mi única salida de emergencia, comenzaba a tocar en mi piano. Tecla a tecla. No sabía que era lo que quería tocar. Sólo dejaba que mis dedos me guiaran. Pero no. La inspiración nunca llegaba. Un día me arranqué la corbata. Fumé un puro y me acerqué a la ventana. Sucedían muchas cosas en mi interior. El recuerdo de la ingrata musa que me enseñó que querer no vale la pena. Me llené de su recuerdo, comenzé a temblar. Me puse mi abrigo y salí a la calle. Iba mendigando cariño. Dispuesto a encontrar a alguien interesado en comprar mi alma… Y entonces, decidí alquilar un par de besos. Sin pensarlo dos veces pedí que me acompañaran a ocho señoritas que se encontraban semidesnudas, y con la cara llena de maquillaje, como una máscara.
Llegamos a mi departamento y nos dirigimos hacia el sótano. Ahí estaba un piano desintegrado, era la pura caja. Llevaba conservándolo un par de años. Era el de ella. El que me regaló no sé porque razón.
Pedí entonces a esas señoritas que se recostaran y pusieran sus manos como si fueran las teclas de ese piano. Y empezé a tocar la canción del dolor. Yo estaba vuelto loco. Cada nota musical era una lágrima. Tantas manos, tantos cuerpos que podrían haber sido míos por un par de inservibles pesos. Tantas bocas que poder besar, tantos corazones que desgarrar. Y yo sólo continué deslizando mis manos sobre las manos de esas mujeres. Rasguñé y apachurré tan fuerte como pude esas 16 manos. Y entonces pude comprobar, que manos que pudieran tocarme sólo habían dos, manos que ya no volvería a sentir jamás. Sé, ella, la que me cuesta nombrar; era pintora. Y se fue de mí, el día en que mis estúpidas manos la golpearon. Le pegué en su rostro tierno y angelical. Y todo porque no había aceptado casarse conmigo. Desde entonces todos los rostros que veo los imagino desfigurados, consumidos por el odio. Ya no creo en las miradas. Sin embargo, me di la oportunidad de tocar las manos de esas mujeres con mis delgados dedos. Esperando encontrar a alguien que me salvara del abismo. Pero no las hay, sus manos eran sagradas. Pagué a esas chicas y a sus piernas torneadas. Me dirigí a la cocina y me corté las manos. Por que fueron quienes me alejaron del amor…
Desde entonces la soledad es mi adicción. Y esa mujer que debe odiarme hasta los huesos, sigue mi dulce tormento.
En mi vida he conocido muchos rostros. Rostros aburridos ,y algunos hasta desfigurados por la hipocresía y sonrisas manipuladoras. He conocido rostros bellos que me han traicionado y me han intoxicado mediante el veneno puro de un par de labios sencillos, dulces; pero desgastados. He conocido rostros llenos de luz, que terminan en el callejón de la tristeza. Incluso he visto mi rostro en el espejo, y ni yo mismo me reconozco…
La soledad me estaba haciendo mal. Mi planeta particular era perfecto. Pero no podía pasarme la vida charlando con mis rodillas. La música era mi única salida de emergencia, comenzaba a tocar en mi piano. Tecla a tecla. No sabía que era lo que quería tocar. Sólo dejaba que mis dedos me guiaran. Pero no. La inspiración nunca llegaba. Un día me arranqué la corbata. Fumé un puro y me acerqué a la ventana. Sucedían muchas cosas en mi interior. El recuerdo de la ingrata musa que me enseñó que querer no vale la pena. Me llené de su recuerdo, comenzé a temblar. Me puse mi abrigo y salí a la calle. Iba mendigando cariño. Dispuesto a encontrar a alguien interesado en comprar mi alma… Y entonces, decidí alquilar un par de besos. Sin pensarlo dos veces pedí que me acompañaran a ocho señoritas que se encontraban semidesnudas, y con la cara llena de maquillaje, como una máscara.
Llegamos a mi departamento y nos dirigimos hacia el sótano. Ahí estaba un piano desintegrado, era la pura caja. Llevaba conservándolo un par de años. Era el de ella. El que me regaló no sé porque razón.
Pedí entonces a esas señoritas que se recostaran y pusieran sus manos como si fueran las teclas de ese piano. Y empezé a tocar la canción del dolor. Yo estaba vuelto loco. Cada nota musical era una lágrima. Tantas manos, tantos cuerpos que podrían haber sido míos por un par de inservibles pesos. Tantas bocas que poder besar, tantos corazones que desgarrar. Y yo sólo continué deslizando mis manos sobre las manos de esas mujeres. Rasguñé y apachurré tan fuerte como pude esas 16 manos. Y entonces pude comprobar, que manos que pudieran tocarme sólo habían dos, manos que ya no volvería a sentir jamás. Sí, ella, la que me cuesta nombrar; era pintora. Y se fue de mí, el día en que mis estúpidas manos la golpearon. Le pegué en su rostro tierno y angelical. Y todo porque no había aceptado casarse conmigo. Desde entonces todos los rostros que veo los imagino desfigurados, consumidos por el odio. Ya no creo en las miradas. Sin embargo, me di la oportunidad de tocar las manos de esas mujeres con mis delgados dedos. Esperando encontrar a alguien que me salvara del abismo. Pero no las hay, sus manos eran sagradas. Pagué a esas chicas y a sus piernas torneadas. Me dirigí a la cocina y me corté las manos. Por que fueron quienes me alejaron del amor…
Desde entonces la soledad es mi adicción. Y esa mujer que debe odiarme hasta los huesos, sigue siendo mi dulce tormento.