Cualquier camino sirve si no sabes dónde vas

Cuento final

Esta historia fue realizada entre Paola Castro, Liliana Vieyra Tanguy, Karolcolomer, Ninfa Benedetti, Santiago, Sebastián Bravo, Tito Novalis, Virgilio Platt, Valentina Solari, Sebastián Bravo y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. ¿Cómo te pareció el resultado?

Mi primer día en París: una travesía completa. Perdida en las calles parisinas, encantada con las luces de colores a mi alrededor, caminaba buscando la forma de llegar a mi hotel. Crucé varias calles y me encontré de repente en Disneyland París, con todos sus personajes a mí alrededor.

Sin embargo pensé que no había venido hasta la otra parte del mundo para terminar en un lugar de esencia gringa. Me salí de allí lo más rápido que pude, antes de que me atacaran las náuseas. Caminé un rato más y en una esquina encontré un mapa en mi idioma.

Ya sabía cuál sería mi siguiente parada, el palacio y jardín de Luxemburgo me esperaban. Por fin llegué al palacio después de recorrer la ciudad un rato. Al entrar, pasé por el salón de entrada coronado por la cúpula Tournon, me sentía en otra época, estaba admirada con toda esa arquitectura del siglo XVII. Continué caminando hasta llegar al jardín.

El día estaba soleado y el gran jardín despejado. El olor floral y a campo, y los maravillosos colores del otoño me recordaron a los aires de libertad, igualdad y fraternidad que se vivieron en estas tierras siglos atrás. Fue entonces que lo vi. Al principio pensé que estaba loco, pensé que hablaba con una estatua.

“Porque lo dijo Chomsky: «Si asumes que no existe esperanza, entonces garantizas que no habrá esperanza. Si asumes que existe un instinto hacia la libertad, entonces existen oportunidades de cambiar las cosas». También lo dijo Tom Clancy «El hombre es una criatura de esperanza e inventiva y ambas cualidades desmienten la idea de que no es posible cambiar las cosas». Y mi preferido, Miguel De Cervantes Saavedra, «las esperanzas dudosas han de hacer a los hombres atrevidos, pero no temerarios».

Al parecer el extraño individuo practicaba un discurso y yo, sin caer en la cuenta, lo miraba fijamente. Me habían atrapado sus palabras, después de todo, eran las que necesitaba escuchar en ese momento… palabras de esperanza. “Eh… disculpa. ¿Te puedo ayudar en algo?” me preguntó. “Perdóname si te he molestado. Es sólo que las palabras que dices me parecen sensacionales, no fue mi intención entrometerme” le dije. “No te preocupes, me halaga que te hayan llamado la atención mis palabras” contestó él.

Se llamaba Axel. A decir verdad, no era el más bello de todos los hombres. Su nariz era un poco grande y torcida, su cabello negro y reseco. No obstante, había algo extrañamente encantador en él. Me invitó a tomarnos una copa de vino en un restaurante y hablar más. Dudé un instante en aceptar pero al final lo hice. Estaba sola en París y no tenía otra cosa que hacer más que tomar fotografías y recorrer la ciudad buscando los puntos turísticos más conocidos: La Tour Eiffel, el Museo de Louvre, el Arco del Triunfo y todo lo demás.

Comenzamos a caminar juntos conversando de forma animada. Sus palabras eran muy coloridas y agradables, tenía una sonrisa encantadora y movía sus manos, acompañando con gestos lo que me decía. Le pedí que no hablara tan de prisa porque me costaba entenderlo, mis conocimientos de la lengua francesa en verdad eran pobres. Al doblar una esquina había un pequeño bar con prolijas mesas en la vereda y allí, eligiendo una al azar, nos sentamos.

La noche nos cogió entre quesos y copas de vino. Sus palabras me mantenían embelesada y surgió entre nosotros esa complicidad que otorga el alcohol cuando aún no te nubla el entendimiento pero sí te provee de una ligera desinhibición. La llama de una vela se reflejaba en sus ojos cuando me dijo que me olvidara del París conocido.

Él me podía enseñar un lugar fascinante e inalcanzable para un turista cualquiera. Pero no sin antes ir a su apartamento, insistió de manera vehemente que tenía que ver el Picasso en su sala. “Olvídate del París conocido”, “ven y te enseño mi Picasso”, no sé cómo caí en esas frases de cajón que seguro aplica en toda turista ingenua.

Después de tener sexo dos veces y caer dormidos en su habitación, llegó su esposa de sorpresa y se armó un caos. Cuando vi el primer jarrón volar me perdí de ese lugar al instante y me tocó ponerme la ropa en el pasillo en frente de la familia de Testigos de Jehová de al lado. Viajé al otro lado del mundo para llegar a la misma conclusión: todos son iguales. Lo peor fue que nunca pude ver el tal Picasso.

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