El granito de arena

Cuento final

Este cuento fue escrito entre Luis Iglesias, Maite Guzmán, Valentina Solari, Sebastián Bravo, Sandro Jimeno, Sergio Mendoza y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. ¿Te gustó el resultado?

Como todos los sábados, apenas pasado el mediodía, Jonás comenzó el ritual preparatorio para sumergirse en su paraíso particular. Se colocó su traje completo de buceo, verificó que el tanque de oxígeno funcionara correctamente, se colocó las antiparras con el ajuste preciso y necesario para evitar que el agua no se infiltrara dentro de ellas y minutos después se dejó caer en el mar. A partir de ese momento, comenzaba el tiempo de relajación, el espacio compartido sólo por él y su alma.

Mientras caía, sentía como dejaba toda su vida en la superficie. Se adentraba al mar como se adentraba en las profundidades de su ser. La percepción de la realidad era tan distinta, le sobraban unos sentidos y le faltaban otros, era la misma sensación de éxtasis profundo que lo embargó la primera vez que entró al océano, hace tanto tiempo ya. Pensaba, como siempre le ocurría.

Se fascinaba con la calma y el ritmo de las profundidades del mar, veía el transcurrir de la vida para sus habitantes, observaba los colores vivos. Trataba de desentrañar ese universo y, extrañamente, se sentía parte de él. Había una familiaridad que lo mantenía allí, un lazo que nunca pudo romper y que finalmente terminó por aceptar. Mientras estaba solo con sus pensamientos ante aquella inmensidad, por más que tratara el tiempo nunca le era suficiente

Estaba distraído mirando los colores de una manada de peces cuando de repente comenzó en su tórax una sensación extraña. Jonás se empezó a sentir un poco desorientado, era una especie de vibración en su cuerpo que nunca había sentido y que lo estaba haciendo perder la paciencia. Entonces volteó hacia la izquierda y la vio casi encima.

Se impresionó, en los primeros instantes, de no saber qué era lo que estaba viendo y, por reflejo, se separó de la criatura. Fue entonces que pudo mirarla mejor… era una gran ballena jorobada, que emitía su canto. “Qué raro ver una por acá” pensó Jonás. Las ballenas jorobadas no eran típicas de esa zona, sin embargo, a varios kilómetros al oeste sí eran comunes las manadas.

Ésta de seguro se había desviado y perdido a su grupo. Nadó junto a ella por un largo rato y la acarició, tenían una sinergia increíble. Después de tomarle una foto, supo que debía encaminarla. Hasta donde sabía, estas ballenas se defienden mucho mejor en manadas cuando están en verano, ya que cooperan para conseguir el alimento. Ascendió hasta donde estaba su bote, subió a él y lo encendió. Al parecer, sólo podría acompañar a la ballena por un par de kilómetros, de otra forma, correría el riesgo de quedarse sin gasolina y naufragar.

Sólo faltaban unos kilómetros para llegar al lugar ideal en donde las manadas se ven saltar. La ballena, tal como lo había planeado, había seguido el bote todo el camino. Sin embargo, si continuaba, no tendría cómo regresarse. La ballena emitía su canto, como lanzando un grito desesperado de ayuda a los de su especie, pero no había respuesta alguna. Fue entonces que Jonás decidió apagar su bote y remar.

Pasaron aproximadamente 45 minutos. La espalda de Jonás estaba a punto de reventar, cuando vio a una ballena a la distancia saltar. Volteó y se percató de que la ballena a la que ayudaba ya había detectado a esa manada hace un rato, porque no se encontraba por ninguna parte. Sonrió y sintió una gran satisfacción al saber, o suponer, que había hecho su obra desinteresada del día.

La verdad era que no estaba seguro si la ballena hubiera encontrado su camino o no. Lo cierto era que en esa zona específica en la cual la había encontrado, corría peligro por la alta temperatura de las aguas. De todas formas, se dijo a sí mismo a partir de ese día, lo que cuenta es la intención, y al menos quedó con una buena anécdota que contar muchos años después a sus nietos incrédulos y apáticos.

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