Te invitamos a terminar esta historia que ha sido escrita hasta el momento entre Asaenunt, Magavillosa y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. ¡Participa e invita a tu red!
El semáforo se encontraba en luz roja, Virgilio, ansioso por cruzar, descansaba la impaciencia mirando la acera de enfrente. Llamó su atención un hombre de aspecto canoso, alto, con saco beige y pantalón negro. Parecía cualquier hombre, de cualquier esquina, con una expresión cualquiera, podría ser el vecino con su estúpida sonrisa a medias.
El último bus aceleró antes del cambio de luz y Virgilio miró frente a él preparado para cruzar. Espantado, no sabía si avanzar un paso o correr a pedir ayuda, había un hombre en llamas al lado del impávido viejo de saco beige. Era insólito como el fuego ardía sin que el otro lo notara. Inmediatamente señaló gritando: ¡Cuidado, fuego, aléjese! Se cubrió la boca horrorizado.
Virgilio podía afirmar que medía lo mismo que el simplón de saco beige, y que antes de su repentino incendio, tendría rasgos parecidos al hombre que lo acompañaba estático, a su lado. ¿Qué podía estar tramando la vida para que en menos de un minuto, un hombre surgiera en llamas del otro lado de la calle? pensó Virgilio. Dio media vuelta y decidió tomar otro camino.
Era una tarde calurosa y las gotas de sudor que corrían por su frente y que servían de pegamento entre su espalda y su camisa, lo obligaron a entrar a un café del centro, que más que por sus sabores, era visitado por su inmejorable aire acondicionado. Virgilio pidió un café cargado y un periódico. Se sentó muy próximo a una mesa donde varios jóvenes compartían galletitas y tramaban la fiesta que tendrían esa noche.
Eran las cinco de la tarde y consideró prudente volver a casa. Compró otro café, tomó el periódico y le sonrío taciturnamente a una de las jóvenes que estaba dispuesta a emborracharse en la fiesta que daría Felipe en unas horas. Solo tenía que caminar dos cuadras más hasta llegar a la estación de trenes. Pero no, Virgilio optó por volver a la calle donde había visto a aquellos dos hombres horas antes, comprar unos pendientes en una tienda próxima, y luego tomar el bus que lo dejaba en la calle donde vivía su madre.
Tras veinte minutos de recorrer la tienda y enojarse con la muchacha que le acompañaba en su búsqueda, -por no tener aretes rojos, o tener algunos bastante grandes- consiguió unos pequeños, sutiles, pero muy brillantes. Salió del almacén, camino dos locales más hacia la parada, cuando de pronto…