Este cuento fue escrito por Nadia Contreras para Cuento Colectivo y hace parte de las historias de nuestro especial de Halloween. ¿Cómo te pareció la historia? En una escala del 1 al 10, ¿cuál fue el nivel de terror que sentiste? Todavía puedes participar en el especial.
Miran con detenimiento los espacios de la casa. Saben que, a partir de ese momento, pagando una renta los días veinticuatro de cada mes, la casa será de ellos, por decirlo de alguna manera. La sala, el cuarto de los niños, el cuarto de lavado, la cocina y por último, la habitación matrimonial, son imágenes fijas en la memoria. Daniel se concentra, un par de hormigas se dirigen a la habitación donde Natalia vacía cajas y maletas. Siente pavor; éstas se han perdido entre los objetos.
Se han instalado. Ella, en esa transición, se siente cómoda. Atrás, los días de bebés arrojados al vacío. Esta vez, a tres meses de embarazo la vida coincide con ella y permanece. Los días suceden entre el ir y venir, entre las reuniones de él y las clases de ella. Los días avanzan y, en contra del pronóstico de felicidad, el silencio oscila entre los dos como un péndulo. Y es en el silencio que Daniel vislumbra el hilo de hormigas. Esta vez son muchas. Entran por una ranura de la ventana del cuarto del niño (Natalia le ha dicho que será varón), y una vez que descienden la pared y cruzan el pasillo, se internan en la habitación matrimonial.
Daniel no se atreve a llevar más lejos sus investigaciones. Natalia ignora la petición de éste: buscar la guarida y sellarla con veneno. Natalia se ríe, se regodea. Tu temor, dice, me da ánimos de no sé qué.
Los sueños de Daniel se han vuelto turbios. Son distintos entre sí pero coinciden en la escena final: su cuerpo picado por millones de hormigas. Daniel se seca el sudor de la frente, abandona la habitación y sale a la calle. A su regreso, quiere hablar, Natalia está ocupada mirándose en el espejo, su estómago sobresale. La mira y piensa en fotos de modelos y artistas, Natalia definitivamente es una de ellas. Sin embargo, su mujer, no es una fotografía. Será cada recuerdo, cada fantasía, cada anécdota en la boca del hijo que nacerá. A la mañana siguiente Daniel insiste. El camino de hormigas termina en la cama, justo en medio de nosotros. La voz se le quiebra. Ella sigue de frente, no lo escucha.
Daniel no comprende el comportamiento de Natalia, esa ausencia, ese cambio sorpresivo. El embarazo, en contra de la maternidad que representa, la despojó de razones y sentimientos. Pero ¿cómo una mujer puede ser cada vez distinta? Una mujer, por supuesto, cruel; no ha hecho otra cosa que burlarse y regodearse de mi condición de cobarde. ¿Por qué? ¿Hay acaso un por qué? ¿O sólo porque la mente, en algún momento del día o de la noche, cede ante los abismos? ¿Qué influye: el pasado, el presente, el porvenir? El miedo, recalca Daniel, es una actitud cobarde.
Conforme pasan los días, las hormigas se adueñan de otros espacios de la casa. Él, que ha tomado la decisión de dejar el inmueble y llevarse a Natalia a otra parte de la ciudad, intenta, por todos los medios, ignorarlas. Tenía ocho años cuando su madre, como única opción, lo metió a la regadera. Quizá si no hubiese intentado destruir el enjambre. Y sí, gritó como un loco, mientras estas se prendían a su piel. A su regreso (una semana en el hospital), Daniel recorrió con otros ojos los pasillos largos de la casa paterna, los muebles, las macetas con plantas verdes y flores de colores, los espejos de marcos despintados, las fotografías de los abuelos.
Natalia, a pocas semanas de culminar el embarazo, retoma el humor y es ella quien ríe y vuelve a los diálogos de meses pasados. Se divierten, ríen como no lo han hecho. Daniel piensa en los días cuando la adolescencia los hacía soñar despiertos. Abre los ojos y mira a Natalia ir y venir en esa época. Siete años pasarán para que la pareja vuelva a encontrarse y llenar los álbumes con fotografías de una boda que no pasó desapercibida. En primer plano rostros, gestos, copas de vino. Las fotos del viaje, el puerto, el mar.
Natalia, su mente, está inquieta. ¿Cómo sobrevivimos al silencio? La respuesta de Daniel es incierta. Todo está bien, asegura. Además, insiste, nadie puede quitarnos la felicidad. Ni siquiera las hormigas. Ni siquiera las hormigas, responde ella.
Daniel despierta de súbito. Sobre sus ojos una especie de velo distorsiona la forma de las cosas. Está atado a la cama o parece estarlo. No puede moverse. Al fondo, distingue a Natalia, su vientre grande, la mano que indica. Vayan, dice la mujer, y el sonido se acerca, el sonido que las hormigas hacen. Suben por todas partes. Daniel siente cómo se acercan. Grita y sus gritos se pierden bajo la mancha gigantesca, patas y tenazas moviéndose en frenesí atacante. Luego, la piel inyectada con veneno, el dolor, largamente el dolor, la oscuridad.
Al lector debe quedarle claro que Daniel no está vivo para ver la última escena. Natalia, que miró el espectáculo sentada en una silla, se levanta, toma las llaves del tocador, cierra la puerta de la habitación, despacio pero resuelta cierra la puerta de la casa. Como si supiera, como si lo hubiera hecho otras tantas veces.