Inmensas nimbo estratos se acercaban

Esta historia fue escrita entre Raquel y Héctor Cote. Una vez sepamos el final, le inventaremos títulos. El que hay en el momento es provisional. Puedes hacer tu aporte en la zona de comentarios de esta página.

nubes

No sé cómo llegué aquí, llevo ya un rato perdido, o eso creo. Lo último que recuerdo, en las tinieblas de mi mente, es estar preparándome para un día de campo con mi tía y mis primos. Estoy seguro de que ahora que mi piel luce opaca y arrugada, que mi visión es borrosa, que mis rodillas duelen y el aire entra con dificultad a mis cansados pulmones, ya no queda nada de aquella vida.

De alguna forma sé que estoy perdido, pero también que no quiero regresar. Qué puede hacerse con un anciano sin memoria, despertando en medio de pesadillas cada día, sin reconocer a su familia o amigos, sin reconocerse a sí mismo. He tenido uno de esos pocos momentos de lucidez que me quedan ahora y no lo desaprovecharé.

Temblar ante la fría brisa de nuevo, caminar entre la gente, oler el coraje, el humo y la comida. Hace tanto no me sentía como un ser humano… había olvidado cómo se sentía. Poder mirar a los ojos a los demás. Apretarme la chaqueta y arremeter contra el viento. Comprarme un café y poder disfrutarlo en medio de las conversaciones ajenas.

Sentí curiosidad por probar un restaurante de comida árabe. Tantas cosas que no hacemos mientras podemos, pero decidí no hacerlo. No tenía mucho tiempo antes de perderme de nuevo. No obstante, dediqué suficiente tiempo a ver a una linda niña con el cabello rizado, una nariz pequeña y unos ojos grandes, que reía tan contagiosamente que me hizo conmover hasta los huesos.

Compré un globo y se lo regalé, le sonreí y su madre con algo de incertidumbre lo recibió por ella mientras la niña alargaba sus cortos brazos, tan hipnotizada con el color amarillo de aquel reluciente globo como yo lo estaba con ella.

Finalmente, por algo de suerte e instintos, llegué al puente. Bueno, en realidad no se si llamarlo suerte. Es decir, ya estaba en el puente. No podía retroceder ahora. Desde hace días ya había planeado todo: la hora, el lugar. ¡Válgame, pero si hasta el clima era perfecto! Inmensas nimbo estratos se acercaban lentamente, y al verlas recordé la antigua obsesión que tenía con ellas de niño.

Siempre me resultaron fascinantes, nadando entre aquel mar espacial infinito. Tal era mi fascinación de antaño que si bien, habiendo olvidado el nombre de muchas personas que alguna vez conocí, aún podía recordar casi a la perfección los nombres de los distintos conjuntos de algodones de agua evaporada que se desplazaban a solo unos metros arriba de mí. Stratus, Cumulus, Nimbus… todas ellas siempre arriba de mi cuerpo sólido. Pero ya no más. En unos cuantos segundos ya no sería de material sólido: sería efímero y sublime, al igual que mis compañeras.

Ya no sería aquel que se quedaría horas tumbado en el pasto imaginando aventuras con las nubes y como sería volar entre ellas, estirando los brazos hacia el cielo, queriéndolas acariciar suavemente. Ahora ese sueño se haría realidad. Tendría que saltar del puente, impulsarme como un cohete y tratar de tocarlas con mis manos, las cuales también se evaporarían al tiempo de mi descenso.

Con las fuerzas que me quedaban, pues ha de saberse que los músculos de alguien de mi edad añoran la juventud que como arena se escapa tras el impasible paso del tiempo, finalmente me coloque en la barandilla del puente. Para algunos estaría justo en el borde de la muerte, una muerte que en nuestros tiempos se vería natural. ¿Quién extrañaría a un anciano que no tiene quien lo recuerde o siquiera a dónde ir? ¿A alguien que ya está acostumbrado a recibir miradas de rechazo y disgusto? Que se considera “inservible” para la sociedad por no poder mantener un trabajo “digno” ó que más que un ser humano, lo ven como una carga.

Me hace pensar sobre la muerte de ese actor que más o menos tenia mi edad. No niego que su muerte fue trágica, pero por lo menos fue atendida por los demás. Porque ¿cuántos no han tenido el mismo destino sin que nadie siquiera parpadeé? ¿Por cuánto tiempo debemos ser invisibles? Toda esa mortal indiferencia me enferma lentamente, y sobretodo su rechazo. Ese rechazo tangible, que hasta podría ser plausible para el mismo Hitler.

“¡No lo soporto más!” pensé. Me dispuse a estirar lo más posible los brazos, despedirme de este mundo y cerrar fuertemente los ojos. Estaba a punto de dar el paso al vacío, cuando de repente la vi. Y no sólo la vi, si no también la escuché. Esa risa llena de vida que llegó hasta mis gastados huesos y ese tierno rostro junto con ese brillo de ojos tan peculiar que solo es propio de quien aún no pierde el encanto de la inocencia. Abrí los ojos, voltee hacia el cielo y decidí que, aunque pareciese un perfecto día para morir, hoy por primera, y tal vez última vez, sería lo bastante valiente (o lo bastante tonto) y me atrevería a volver a vivir.

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