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Cuento Colectivo® es una marca de Inteligencia Colectiva S.A.S. Fue fundada por Jairo Echeverri García, soñador despierto y contador de historias incansable.
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Nando llevaba muchos años deseando encontrar el barco en el que iba uno de sus antepasados. Según su padre le contaba era el abuelo de su tatarabuelo el que tripulaba el Sombra del Puerto. Le llamaban así porque era el barco más grande de las costas de la Isla del Pacífico. Aquel personaje, Cesar, era un pirata. Sí, un pirata auténtico y de los más salvajes que habían pasado a la historia de nuestros días.
Rezaba la leyenda que César era además de salvaje muy atractivo y nada más llegar a puerto las mujeres le buscaban sin cesar. Es por esto que se corría de voz en voz que la mayor parte de los niños de la isla eran sus hijos, a los cuales por supuesto no tomaba como suyos ni había mujer que se atreviera a pedirle ayuda alguna para tal hecho. En su familia tenían evidencia de ello según sus antepasados.
Nando no acababa de creer lo que le contaban aunque había una parte de la historia que le atraía muy a su pesar. Cuando César era ya mayor y parece que había perdido la habilidad de mantener a su tripulación en su lugar hubo un motín y mientras se debatía una encarnizada lucha entre los diferentes bandos llegó un barco enemigo que tras un bombardeo hundió el barco fácilmente. La sorpresa del enemigo es que jamás logró encontrar el tesoro que se supone llevaban a bordo.
Con el tiempo hubo muchos barcos que acabaron desapareciendo en la búsqueda de tan codiciado tesoro.
Esa mañana Nando se había vestido de buzo y estaba realmente cerca de lograr el sueño que desde chico le había mantenido lleno de pasión por el mar y los barcos. Estaba dispuesto y saltó al mar. Se iba adentrando en las profundidades y se quedaba maravillado de todo lo que le rodeaba, ¡jamás había visto paraíso semejante!, sólo por esto ya le había valido la pena todo el tiempo y el dinero invertido. Se había quedado sin una rupia y debía mucho a su familia y a sus amigos, estaba seguro de que en ese día lo recuperaría todo, porque el barco que había embarrancado en el fondo era seguro, el Sombra del Puerto, estaba totalmente seguro tenía, por primera vez en su vida la certeza absoluta de que así era.
Al acercarse a un objeto sin forma sentía como su corazón latía sin límite y se tomó su tiempo para observar de lejos. No le pareció un barco y menos aún tan grande como le suponía la historia. Con todo y con eso se fue acercando y comenzó a encontrarse con ropas y objetos por todo el alrededor del supuesto barco.
Encontró un agujero por el que se adentró y al hacerlo le cegó una luz blanca que le llegaba desde afuera del barco. Se sintió realmente intrigado y avanzó en su trayecto. Llegó hasta una puerta que se negaba a abrirse, pudo traspasarla y su asombro fue tal que no supo reaccionar. Había un hombre viejo sentado en una especie de trono parecía vivo, como si el paso del tiempo y los elementos no tuvieran nada que ver con él. Dio por hecho que debía de ser César y al observarlo más a fondo comprendió por que nadie había encontrado nunca el tesoro.
sentada orillando la espuma inquieta absorbida por la arena plata junto a sus pies, sus pensamientos volaban desde si al inquietante firmamento, ya no veía, ni murmuraba, solo extrañaba su presencia su ausencia ya no recordaba su rostro ni su perfume si aun su nombre estaba clavado en su pecho en sus manos en su mente. Se levantó en busca de respuesta avanzo despacio sobre el cálido abrazo de las aguas lo sintió en la piel allí se encontraba escondido bajo un infinito firmamento húmedo, avanzó, penetraba en su cuerpo la misma sensación delicada cálida y silenciada con la que había sobrevivido a sus caricias, avanzó, ya cubierta de de un manto celestial se dejo llevar allí donde él se encontraba a su espera donde el coral hace nido y el aire se corta.
Don Antonio despertó igual que el día anterior, enfadado por haber dejado de soñar que de nuevo buceaba bajo techo azulado. En sus sueños el clima era cálido y su piel recibía la caricia del mar, mostrándole la belleza de un inmenso arrecife de coral. Pero afuera, en la realidad, él esperaba postrado en una cama de hospital, con las sábanas ásperas rascándole los brazos y la vista fija en los dos muñones que le habían dejado en lugar de sus piernas. Cubiertos de vendajes y esa sensación de vacío. Extrañaba sus pies, más de lo que cualquiera podría siquiera intuir. Nunca se acostumbraría a no verlos. Y es que no sólo se fueron gracias al accidente, sino que también se llevaron su capacidad de hablar, propiciándole un gigantesco nudo en la garganta.
Su esposa entró horas más tarde, acompañada del médico a cargo y dibujando una sonrisa que le resaltaba las irreversibles arrugas. Como siempre ella intentaba poner la mejor cara ante las calamidades. Fiel a su estilo, sonriente, pero al mismo tiempo capaz de no despegar los pies de la tierra y negar la realidad. Sabedora además, de que su esposó no le hablaría. Lo conocía bien, cuando algo le afectaba en demasía, perdía el habla. Pasaba de una hora hasta un par de días de completa afonía. Mentalmente se preparaba para lo peor. Antonio bien pudo haber perdido cualquier otra cosa, pero de ninguna manera debieron ser sus piernas las culpables. Quizá su lengua no volvería a bailar en semanas.
Tras abandonar el hospital y viajar a costa de una silla de ruedas, Antonio cumplió su cometido. No hablaría. Prefería esperar en la terraza, viendo el mar alborotarse con seductora parsimonia. Cada palmada del agua contra la arena le zumbaba los oídos, incomodándole la garganta, humedeciéndole los ojos y sembrándole la idea de que jamás volvería a nadar. Mucho menos adentrarse en lo profundo y ver los colores que la naturaleza ocultaba, provistos sólo para aquellos con los arrestos de pagar el precio de oxigeno por belleza. Maldecía entonces, en su cabeza, reprochándose por no haber advertido el momento en que aquel deportivo perdió el control impactándolo por detrás, atrapándole las piernas contra la escueta muralla de piedra, que dividía la ciudad del mar.
Todos los días hacía lo mismo. Soñar con el arrecife y despertar en la menuda realidad. Su esposa le besaba la frente y avante resistía el silencio de él, ayudándolo a montarse en la silla, llevarlo a la bañera y recordarle el momento de tomar su medicina. Para alivio José vino de visita. La saludó con un beso y armado de valor trató de intercambiar palabras con su padre. Pero él permanecía absorto, callado igual que el mar, dejando que sólo su respiración se escuchara, la cíclica respuesta del vaivén del viento.
Una tarde vieron propicio ir a la playa. Quizá con ello lo ayudarían un poco, acercarlo al mar y si se podía, demostrarle que no todo estaba perdido. Que tal vez ya no podía nadar como antes, pero que por lo menos seguía con vida y que había en la vida otras razones que valían la pena. Fiel a su costumbre, permaneció impávido en la silla, anclado en la arena. Su esposa e hijo haciéndole compañía, hablando entre ellos e indirectamente invitándolo a romper el silencio. El clima jugó en contra de ellos y oscureció el cielo con nubes de lluvia. Ella corrió por el paraguas y su hijo, cayó en el desliz de ir tras de ella para meter las cosas al coche. Viéndose sólo, Antonio sintió un temblor en el cuerpo y apoyándose en las agarraderas de la silla escapó, desplomándose en la arena cual bulto.
-Quiero nadar –masculló para sí y arrastrándose con las manos, comenzó la embestida hacia el mar.
Algunos bañistas lo vieron, dejaron de huir de la lluvia que pronto caería y sorprendidos comenzaron a intercambiar palabras. Ignoraban si aquello debía ser. Una mujer pidió ayuda para el viejo, vaticinando que quizá buscaba ahogarse en el mar. Dos jóvenes rompieron filas acercándose, pero Antonio bufó enfurecido:
-¡Quiero nadar! –repitió meneando las cabeza, irguiéndola para evitar que el azote de las olas le golpeara el rostro. Pronto el mar le dio la bienvenida haciéndolo flotar, arrastrándolo con delicadeza dentro del océano. Instintivamente comenzó a manotear. Su hijo ya venía tras de él. Temía al igual que los demás, que su padre ansiase la muerte llenándose los pulmones de agua salada. Pero al darle alcance lo encontró tranquilo, con lágrimas en los ojos y una sonrisa plena.
-Puedo nadar –le dijo manteniéndose a flote con las manos-, aún puedo nadar.
A manera de respuesta suspiró aliviado y sonriéndole le besó la frente, pidiéndole salieran del agua, pues pronto llovería. Antonio asintió con la cabeza y permitió que José lo sacara del mar. Pronto volvería a él, lo tenía resulto. El tiempo que le quedara de vida, lo empeñaría en por lo menos una vez más, volver a bucear.