Cuento final
Irene está insertada en uno de los múltiples semáforos instalados a lo largo de la vía ferroviaria Majadahonda-Puerto Príncipe. Ella era la luz verde y lo que más le gustaba del mundo era guiñar su luz a los trenes. Pero aquel día se notó cansada, nunca había tenido esa sensación. Vio que a su lado, la luz roja se apagó. Era su turno. Debía encenderse e indicar al próximo tren de mercancías que aquella vía estaba disponible para él. Lo intentó con todas sus fuerzas mas no logró ni un leve destello. Ese día Irene no era capaz de brillar y no entendía el motivo.
Se quedó mirando al tren que llegaba y se dio cuenta de que éste estaba perdiendo poco a poco el color amarillento que lo caracterizaba. Además, a lo largo de la estación los luminosos de las tiendas del interior y las luces de las oficinas se estaban volviendo grises. En un primer momento, Irene quiso frotar su propio luminoso apagado para ver que se trataba de una impresión suya, pero se dio cuenta de que su luz atravesaba una tormenta que hacía deslucir cada una de las luminarias a su alrededor. Irene se contuvo, en medio de relámpagos, la luz roja, inundada, comenzaba a titilar. En un silencio desviado por el barlovento, le envió a Irene el secreto.
En la zozobra que la ahogaba y al no estar acostumbrada a otra cosa que no fuera la alternancia entre el rojo y el verde, Irene comprendió que esa tormenta no era como las de otras veces. Algo especial la estaba dirigiendo y la fuerza del secreto era más de lo que suponía. De pronto, al final de las vías, formando parte del horizonte, el tren de mercancías se aproximaba renqueante lanzando destellos de auxilio con el bombillo de la locomotora. Por vez primera el semáforo no ordenaba parar, ni permitía pasar. Irene, por vez primera en muchos años, faltaba a su cita. Cuando los pitidos de la locomotora eran más insistentes, el maquinista pudo observar que todos los bombillos del semáforo tomaban un novedoso color gris. Para su asombro, también el bombillo del tren se cubrió de gris.
Entonces Irene se concentró, tomó fuerzas, recurrió a su ancestral energía vital y brilló como nunca, en ese momento crucial, para permitir de forma inmediata el paso de la veloz locomotora. De no ser por Irene, habría pasado una enorme desgracia, miles se hubieran quedado sin ayuda humanitaria urgente. De pronto, Irene recordó una historia que había escuchado de un viejo foco que conoció alguna vez. En un país lejano a principios del siglo XX, un garrotero de una estación de trenes había sacrificado su vida para detener un vagón lleno de dinamita que estaba a punto de impactar contra un pueblo del cuál no recordaba el nombre. El garrotero murió, pero en años posteriores le rindieron tributo con su nombre en las calles del pueblo y hasta le compusieron canciones. Nunca nadie sabría el heroísmo del que una luz verde habría sido capaz. Después de todo, pensó, se escucharía raro una calle llamada “Irene, la luz verde de semáforo”.