En la penumbra de su cocina, Daniel levantó el frasco de spray con manos firmes. Sabía que las cucarachas aparecían en las noches, siempre buscando refugio, justo como en esas historias de miedo para contar en la oscuridad que tanto le gustaban, en donde los insectos y criaturas nocturnas aumentan la sensación de terror y asco. Apenas apretó el pulverizador, una de ellas, desprevenida, empezó a correr sin rumbo, como si el veneno la envolviera en una nube invisible. Daniel observó cómo la criatura daba vueltas, moviendo desesperadamente sus antenas en todas las direcciones.
Un escalofrío lo recorrió cuando la vio tambalearse y empezar a perder control sobre sus patas. Lentamente, la cucaracha dejó de moverse y cayó patas arriba, inmóvil, con un leve temblor que se desvaneció poco a poco. La imagen le produjo una especie de vacío en el pecho, una punzada inesperada de culpa. ¿Quién era él para decidir que estas criaturas merecían la muerte solo por habitar el mismo espacio? En este pensamiento oscuro, Daniel comprendió que la vida es frágil y que la muerte acecha en todas partes, como en los cuentos de miedo que solía leer.
Sacudió la cabeza, queriendo ignorar esos pensamientos, pero la escena quedó grabada en su mente: los movimientos caóticos de la cucaracha, el final lento y cruel. Después de limpiar y guardar el veneno en un rincón del gabinete, trató de continuar con su día, ocupándose en otras tareas, hasta que poco a poco la imagen fue desvaneciéndose de su memoria.
Una visita en la oscuridad: El inicio de la pesadilla
Pero esa noche, en medio de un sueño profundo, algo oscuro lo visitó, como en la peor de las historias de miedo para contar en la oscuridad que relataban sus primos mayores cuando era más pequeño. Daniel abrió los ojos en la oscuridad, o eso creyó. No estaba en su cama, sino en un espacio húmedo y siniestro. Sentía que algo lo observaba, unos ojos diminutos y fríos. Trató de moverse, pero el miedo lo paralizó. Entonces la vio: una araña viuda negra se acercaba lentamente, con sus patas largas y delgadas.
Su pecho comenzó a arder tras la picadura. Sintió el veneno recorriendo sus venas, y aunque intentó gritar, ningún sonido salió de su garganta. La parálisis lo envolvía completamente, sus extremidades rígidas y pesadas, incapaces de responder. Su corazón latía rápido, con una fuerza dolorosa, pero no había nada que pudiera hacer. Su mente seguía despierta, desesperada, al igual que aquella cucaracha que él mismo había envenenado, atrapado entre la vida y la muerte, mientras el veneno hacía su trabajo, lento e implacable.
La viuda negra lo observaba desde arriba, como si entendiera lo que estaba pasando por su mente, y lo peor de todo, era la extraña paz que irradiaba al verlo así, justo como él había contemplado a sus víctimas.
La viuda negra avanzaba con movimientos precisos, cada pata levantándose y bajando con una frialdad absoluta. Daniel, atrapado en el mismo lugar, observaba sus detalles con una claridad que rozaba lo irreal. Ocho patas oscuras que se movían en perfecta sincronía, cubiertas de finos pelos que captaban cada vibración en el aire.
Atrapado en la mirada de la viuda negra: El horror tejido en seda
Sus ojos, pequeños, numerosos y lúgubres, lo miraban fijamente, y contenían una inteligencia primitiva, minuciosa e infernal. Parecían observarlo desde todas las direcciones a la vez, como si cada par de ojos viera una versión diferente de él, ampliando su sensación de vulnerabilidad, como en un cuento de miedo intensamente real.
Con una delicadeza horripilante y oscura, la araña comenzó a tejer una seda pegajosa alrededor de sus extremidades. Daniel sintió cómo la telaraña fría y viscosa se adhería a su piel. Se tomaba su tiempo, parecía disfrutar mientras envolvía sus muñecas primero, luego sus tobillos. Cuanto más intentaba moverse, más sentía el peso invisible de la seda que se tensaba, haciendo que cualquier intento por liberarse resultara inútil. Cada hebra era como una cuerda helada que lo amarraba a su destino inevitable.
Los minutos se desvanecían en una neblina de horror mientras la viuda negra trabajaba meticulosamente, capa tras capa de seda hasta que su cuerpo quedó cubierto casi en su totalidad. Solo su rostro, expuesto y vulnerable, permanecía libre, mirando hacia la oscuridad. Daniel intentaba gritar, pero nada salía de su garganta. Podía sentir la araña acercándose, sus múltiples ojos fijos en él, su rostro petrificado en un horror silencioso.
De repente, un zumbido comenzó a retumbar en sus oídos, como una vibración profunda que parecía emanar de su propio cerebro. Era un sonido grave, denso, como el eco de un susurro interminable que reverberaba en su mente y anulaba cualquier pensamiento coherente. El zumbido creció, envolviendo su percepción, haciendo que el resto del mundo se desvaneciera en una nube de confusión y ansiedad.
Entonces, se despertó. O al menos eso creyó.
Su mente estaba consciente, pero su cuerpo yacía inerte en la cama. Aún sentía el zumbido en sus oídos, un ruido bajo, insistente, que parecía extenderse hasta cada rincón de su cráneo. La habitación estaba oscura, familiar y, sin embargo, le resultaba al mismo tiempo extraña y amenazante.
Intentó mover las manos, levantar los párpados o emitir algún sonido, pero nada respondía a su voluntad. Sus ojos, entreabiertos, captaban sombras que se movían en el borde de su visión, y por un instante juró que la viuda negra seguía allí, observándolo desde la esquina de la habitación, lista para terminar lo que había comenzado en su sueño.
La impotencia lo invadió por completo. La presión en su pecho creció, hasta hacerle sentir como si estuviera atrapado bajo un peso invisible. La sensación de parálisis se intensificó, y el zumbido en sus oídos se tornó tan fuerte que apenas podía escuchar sus propios pensamientos. Sabía que estaba atrapado, consciente en un cuerpo que no respondía. En su desesperación, trató de calmarse, diciéndose que era solo un episodio de parálisis del sueño, que pronto pasaría, que despertaría.
Condenado a la oscuridad: El terror eterno de la parálisis
Pero el tiempo continuó pasando, y la parálisis no se iba. La sensación de asfixia aumentaba, el zumbido se transformaba en un sonido aterrador interminable, y su cuerpo seguía sin responder. Pasaron horas, días, semanas. Las sombras de la habitación se mantuvieron inmutables, y la viuda negra, siempre presente en la periferia de su visión, se convirtió en su única compañía, como en las historias de miedo para contar en la oscuridad que le hacían desvelarse cuando era un niño.
Con el tiempo, los médicos encontrarían su cuerpo en estado vegetativo, víctima de lo que se diagnosticaría como un derrame cerebral mientras dormía. Pero en su interior, Daniel seguiría atrapado, viviendo eternamente en aquella pesadilla, con la imagen de la viuda negra observándolo desde la sombra, el zumbido resonando en sus oídos, y la certeza de que nunca volvería a despertar. Ahora él era la presa, atrapado y paralizado, en manos de un destino que ya no podía controlar.
6 respuestas
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