Te invitamos a inventarle un título a esta historia que ha sido escrita hasta el momento entre Liliana Vieyra Tanguy, Sandro Vergara y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo.
Melina era huérfana, su tío, ese alquimista loco, era su única familia. Ella no sabia cómo seria vivir de otra manera. De su casa a la escuela, de la escuela a su casa, así, día tras día. Y en medio de esa rutina: el laboratorio de su tío. Gorgoteaban las probetas entre humos y olores diversos.
Su tío había olvidado la medida del tiempo y pasaba horas y horas en su búsqueda constante de algún prodigioso elemento que salvara a la humanidad. Mezclaba pociones, ungüentos, polvos y viscosas sustancias mientras escribía fervorosamente las fórmulas, los ensayos y resultados.
Era un tipo alegre, algo extravagante pero muy gentil con ella. Melina debía recordarle cosas tan elementales como darse una ducha diaria, peinarse, comer y a veces hasta dormir, porque su trabajo lo tenia absorto. Aquel día ella lo fue a buscar al laboratorio, como tantas veces. Se le hacía tarde para ir a su clase de educación física y entonces buscó la bicicleta.
Apoyada en el manubrio abrió la puerta y gritó apurada: “¡Tío! La comida se enfría te llamé muchas veces y tengo que ir a la escuela”. Él ni siquiera levantó la vista, parecía no escucharla. Entonces, Melina entró un poco más con su bicicleta al del recinto. Sin querer tocó un frasco translúcido y evanescente que se derramó sobre las ruedas y sobresaltó a su tío. Esta vez era él quien gritaba. “¿Qué has hecho criatura de Dios? ¿Qué has hecho?
Ella, retrocediendo, volvió a pasar las ruedas por encima de esa sustancia que ahora parecía oler a goma de mascar y salió huyendo a la escuela, temiendo ser reprendida por llegar tarde. Balbuceó un “disculpa tío” y se fue pedaleando por las calles.
En la segunda cuadra sintió que su bicicleta volaba, se deslizaba casi sin esfuerzos. Miró hacia abajo a la rueda y ante su asombro, esta no estaba. Miró hacia atrás y tampoco la trasera se veía. No podía detenerse ante estas circunstancias, la profesora la esperaba y ella debía continuar.
Entonces la bicicleta empezó a elevarse. Seguía en dirección a su escuela, pero cada vez a más metros del suelo. En un momento, Melina estaba por las nubes. Por fortuna, no le tenía miedo a las alturas. Se dio cuenta de que se desviaba un poco, entonces agarró el manubrio con más fuerza. La bici tenía que saber quien mandaba ahí.
Cuando llegó al colegio ya había sonado la campana que anuncia que todos deben entrar a sus clases. Melina parqueó la bicicleta y fue corriendo a su clase de geografía. “¿Otra vez tarde Melina? Ya esto se está volviendo un tema recurrente. Sacas buenas notas, pero tienes que trabajar más en tu disciplina. ¿Tienes algo para decir?”.
“Me tomó algo de tiempo acostumbrarme a mi nueva bicicleta voladora”, el curso explotó en carcajadas. “De todas maneras, señorita Lucrecia, le prometo que por mi puntualidad ya no se tendrá que preocupar más”.