La ecuación más difícil de deducir

Cuento final

Como la participación para escoger el título de este cuento estuvo desierta, éste fue escogido por Cuento Colectivo. Esta historia fue elaborada entre Juanse Gutiérrez,  Ricardo Lapeira, Pepe G, Elvira Zamora Cabrera, Jairo Echeverri García y la edición de Cuento Colectivo. ¿Cómo te pareció el resultado?

“Está claro… sencillo, muy sencillo… sí. ¿Cómo no fue capaz de verlo Grossmann? A veces pienso que ni me escucha. ¿O será que no me entiende pero dice que sí por cortesía?” Albert dejó a un lado el problema con la operación para que más tarde su compañero lo viera, entonces se centró de nuevo en lo que de verdad importaba, en lo que no se debía perder tiempo: su teoría.

No podía evitarlo, le daban tanta rabia casi todos los aspectos de la humanidad que una pena enorme le inundaba cada vez que alguien le hablaba de sus problemas. “¿Qué no ven lo sencillo que es vivir?” se decía siempre a sí mismo, se  encendía en carácter él solo y al final se refugiaba en su tan ansiada soledad.

“El tiempo… que relativo. Y las excusas que llega a crear un concepto abstracto, inventado. ¿Te falta tiempo pequeña persona? Está claro que hablándolo con los demás no lo recuperarás, empieza por organizarte y por luchar por algo que de verdad merezca la pena para ser recordado por siempre. Aun así… ¿Vale la pena ser recordado por siempre?” Albert miró por la ventana mientras de forma poética bebía de su taza con chocolate.

Una voz lo llamó desde la puerta “¡Profesor Einstein!”. Al parecer lo requerían y con un elegante gesto dejó la taza y marchó a ver que necesitaban de su ingenio, de aquel que muchos pueden tener pero que por comodidad dejan morir. Entonces se generaba de nuevo la pena del profesor.

Al abrir la puerta, el cartero le entregó un sobre. Era de su amada serbia que le escribía desde su lugar de vacaciones, en las montañas del norte de Italia, frente a los Alpes. Un lugar refrescante en ese verano caliente. “¿Cómo van tus ecuaciones? Me gustaría que vinieras unos días, te ayudaría con las ecuaciones y podríamos amarnos con pasión en este hermoso lugar. No te preocupes por el dinero, mis padres pagarían nuestros gastos y tu mente relajada favorecería tu creatividad. La planta de nuestro amor necesita un poco de riego…”.

Mientras acababa de leer con atención, una gota de sudor de su frente emborronó el nombre de la firma de la breve carta de la mujer que atraía sus sentimientos. Ella, licenciada en matemáticas y compañera de Albert en sus años de universidad, pasaba sus últimos días de verano con su familia, en una maravillosa finca rodeada de árboles.

Una reflexión vital interrumpió los pensamientos matemáticos del profesor, para dar pie a una viva vibración sentimental, el recuerdo del objetivo básico de la existencia y la consciencia del ser humano: el amor. Que curioso que él, un amante de los números pensara en el amor, aquella fórmula esencial de la vida que muchos han tratado de entender y pocos lo han logrado. Se preguntaba si algún día las fórmulas que él tanto admiraba serían capaces de explicar el amor… no le parecía una idea tan descabellada.

Por otro lado, no lograba comprender por qué muchos pensaban en los números como algo tan frío e insensible. ¿Es que acaso no tiene corazón el que está detrás de los cálculos? “Ojalá el mundo pudiera escuchar alguna vez mis ideas”, se decía para sí mismo. “No es momento para perder tiempo en estos pensamientos, ya llegará mi turno”.

Tomó una hoja y un lápiz y decidió responder la carta que acababa de recibir:

“Queridísima mía, he estado resolviendo cuanta ecuación existe, pero me he topado ahora con la más importante, aquella que ha dejado que mi taza de chocolate se enfríe y me hace buscar la ecuación más difícil de deducir… la del amor. En eso estoy mientras pienso en ti. Creo que es una buena idea regar nuestro jardín y dilucidar esta ecuación, que hoy por hoy, me ha tomado por sorpresa silente y soleada. La matemática al igual que el amor es un lenguaje abstracto que juntos haremos renacer.

Siempre tuyo
Albert”

Unos minutos después, su salón se empezaba a llenar de sus estudiantes, era hora de clase. “Muy buenos días para todos” dijo el profesor. “Buenos días profesor” respondieron sus estudiantes al unísono. “Que levante la mano el que haya repasado el capítulo sobre física cuántica que sugerí ayer al terminar la clase”. Nadie en el salón levantó la mano. “¡Que sorpresa! Les cuento que tenía planeado un examen sorpresa sobre el tema, sin embargo, hoy ha sido un día bueno para mí, y al parecer, para ustedes también.

Sólo quiero que recuerden estas dos cosas: la primera es que nunca consideren el estudio como una obligación, sino como una oportunidad para penetrar en el bello y maravilloso mundo del saber. Y la segunda tal vez les parezca fuera de lugar en este instante, no obstante, algún día lo entenderán y espero que se acuerden de este… ¿viejo desadaptado fue que le escuché murmurar aquel día señor Robinson?” todos ríen en la clase. La segunda enseñanza del día mis queridos pupilos es que vivimos en el mundo cuando amamos. Sólo una vida vivida para los demás merece la pena ser vivida… recuerden eso.

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