La gárgola

Cuento escrito por Gustavo Vinocour  para Cuento Colectivo, como parte de los cuentos de nuestro especial de Halloween. ¿Cómo te pareció la historia? En una escala del 1 al 10, ¿cuál fue el nivel de terror que sentiste? Todavía puedes participar en el especial.

Fortunato había desaparecido hacía varias semanas, pero hasta ahora que venía Vesalio su primo hermano, de la ciudad, lo confirmaron. En la vieja casona, vetusta y empolvada, no había rastro alguno del venerable anciano. Los vecinos le describieron  su rutina diaria. Como vivía algo retirado del pueblo, sus contactos eran esporádicos. Sólo cuando le llevaban víveres charlaba un poco con el joven Ruperto, el de los mandados.  Los árboles de cítricos rodeaban la propiedad  de varias hectáreas y eran parada  obligada de los rapaces escolares, al atardecer. Naranjas, mandarinas, limones dulces, incluso había diversos tipos de mangos. No se desperdiciaba fruta alguna ante la avalancha de mozalbetes hambrientos. Fortunato en un principio se molestaba y los ahuyentaba blandiendo su bastón de nogal negro  al aire. Los niños     (algunos), recogían una combinación multicolor  de las apetecidas frutas y se las dejaban en la puerta, a modo de ofrenda, en  un saco de yute. En un diálogo mudo, ellos sabían que eran aceptados, pues periódicamente, a los días aparecía el saco vacío, a la entrada de la casa. Fortunato de naturaleza sensible y emocional, desarrolló un molesto tic nervioso, sobre el ojo izquierdo. Parpadeaba más y más rápido, en forma incontrolada, cuando se acercaba la pandilla de escolares. Cesaba cuando se iban. Con el tiempo, el ritual del saco de yute lo curó; los niños continuaron con sus colectas frutales sin remordimientos. Después el tiempo y la vejez, le fueron ablandando el corazón al anciano, permitiéndoles más libertades.

Vesalio abrió la añosa puerta; olía a polvo y a desuso. Las abundantes telarañas, se enredaban en sus manos. Al ir avanzando en la vivienda, motas de polvo se levantaban lentamente, en forma holgazana. Los muebles de Fortunato eran muy antiguos y selectos, diría que clásicos. Algunos habían sido importados de Europa, varias décadas atrás, ahora descoloridos por el sol.  Un piano desvencijado al que le faltaban algunas teclas, como dientes a Fortunato, hacía guardia en la sala.  Fotos color sepia inundaban con nostalgia el recinto. Abundaban  imágenes de tías, abuelas y otros hermanos y primos del desaparecido  patriarca. Una pequeña, enmarcada, con el anciano, Vesalio y otro hermano, sobresalía en  la sala de estar. No había signos de violencia y la casa se mantenía vigorosa gracias a las  finas maderas empleadas, roble y cenízaro, que adornaban las paredes de los diferentes aposentos y estancias.    En la mesa del comedor, encontró un volumen que le llamó la atención. Las Gárgolas en Europa.  Describía la tradición en tierras francesas y  como se habían popularizado en París. Analizaba en detalle las gárgolas de piedra, gargouille en francés, que se encontraban en la Catedral de Notre Dame.  Unas magníficas fotos, ilustraban todo el libro, haciéndolo más ameno de leer.  Tenía un marcador cercano a la mitad, con una foto enorme de una de esas figuras grotescas, que servían  de sistema de evacuación del agua en las antiguas construcciones.  Otros las llamaban quimeras, cuando sólo fungían como decoración. Su significado profundo permanece aún sin determinarse.

Se instaló en un dormitorio, en la planta baja, cercano  a la biblioteca. Contrató personal de limpieza. La mucama habitual de Fortunato, Anastasia fungió como ama de llaves. Lo guio por toda la propiedad, incluso a la bodega de vinos, situada en el sótano.  Tenía los servicios básicos, luz, agua potable y teléfono, que le facilitaban su labor. Había sido contratado, como detective profesional, por una firma de abogados, que querían saber del paradero de Fortunato su primo, de quien había perdido contacto físico hacía varios años, cuando viajó al extranjero a estudiar. Existía una gran herencia de por medio y para ejecutar el testamento, tenía que haber constancia del fallecimiento del anciano. Él probablemente heredaría una parte, recordando las cartas que recibió, aunque aún no había sido leído el documento testamentario.

El estudio daba a un jardín interior, con corredores amplios y cómodos. Instaló algunas lámparas e inició el estudio de varios documentos que encontró abandonados en el escritorio. Tal vez ahí estaría la clave de la desaparición.  La caja fuerte, cuya combinación guardaban celosamente los abogados, estaba semi-oculta en una esquina. El diario de Fortunato tenía la última entrada hacía como cuatro meses, describiendo algunos datos de una gárgola importada en 1890 de París, Francia, a Heredia, Costa Rica. Había sido tallada por la familia Boissan, que eran maestros canteros. Luego seguía describiendo detalles sin importancia. En el libro de historia de las gárgolas, encontró una leyenda extraordinaria, que se había extendido en la Europa Medieval, alimentada por el pensamiento fantasioso y pagano de la plebe. Le conferían a las gárgolas poderes místicos, sobrehumanos, donde estas figuras podían transformar o transmutar todo ser vivo, animal o humano, absorbiendo su energía vital  y así preservarse en el tiempo. Era como una alquimia mental y espiritual, donde la conciencia atrapada en la gárgola, penetraba el nuevo cuerpo perpetuándose ya no en piedra, sino: ¡En un ser de carne y hueso! , ¡En materia viviente! Lo impresionó la vehemencia con que defendían estas extrañas y exóticas creencias,  en esos seres fabulosos, fuera de toda lógica. Asistido por el personal de limpieza, recorrieron toda la casa, las dos plantas. No dejaron un centímetro cuadrado sin explorar. Las paredes eran sólidas, sin indicios de pasajes secretos. No había el menor rastro del venerable anciano.

En las tardes, caminaba por los senderos cercanos, asistido por algunos de los niños fruteros, los del bolso de yute. También ellos extrañaban a su manera, al viejito.  La última aparición fue al final de la cosecha de mangos, recordaban relamiéndose los labios, por la gran hartada que se dieron.  En la parte de atrás de la casona, había un camino que llevaba a unos bosques, con un río cercano. Fueron a explorar, ya sin las tormentosas lluvias. El invierno había sido intenso, con chaparrones muy fuertes. Le recordó en forma indirecta, la  leyenda medieval donde La Gargouille  escupía demasiada agua, tanta que ocasionaba todo tipo de inundaciones.  El riachuelo se transmutó en una corriente poderosa, arrasando árboles, cercas y casuchas cercanas. Transformó el colorido paisaje con esas torrentadas de barro y piedras. Al escampar, el entorno cambió dramáticamente. Las orillas del río, redecoradas por  toneladas de barro, que se depositaron alrededor, sobre troncos y rocas, desorientaban incluso a los más antiguos pobladores; algunos sospechaban que había un hechizo sobre la zona. La mezcla lodosa  se había secado, dejando extraños y caprichosos  contornos café  y  grotescas figuras, que retaban la imaginación. A los niños les encantaba competir con la naturaleza y  agarraban el  barro de olla moldeándolo  en diversas formas, las cuales dejaban secando a orillas del río. Siempre tenían el cuidado de regresar temprano, pues después de las seis de la tarde, se escuchaban fuertes retumbos y ruidos extraños en los alrededores. Creían que eran animales feroces, tal vez lobos o perros salvajes. La noche apagaba todos sus instintos exploradores. Vesalio los comprendía y trataba de aprovechar al máximo cada excursión, para encontrar algún sitio, choza o cueva  donde pudiera haberse guarecido Fortunato.

Él tenía la teoría que el abuelo había salido a dar un despreocupado paseo, cuando lo atrapó uno de esos torrenciales aguaceros, forzándolo a tomar refugio rápidamente.  Subir a los árboles estaba descartado, por su avanzada edad. Lógicamente escogería lugares más accesibles, planos pero levemente elevados, para evadir las violentas  correntadas.  De ser así, el sitio no debería estar más allá de unos pocos kilómetros a la redonda.  Como había múltiples senderos alrededor de la casona, diseñó un mapa, para ir explorando y descartando rutas y posibles escondrijos.

En las noches continuaba deleitándose con la historia de las gárgolas y su misterio medieval. Quedaba maravillado por la habilidad en los tallados y como eran empleadas para ahuyentar los malos espíritus y entidades demoníacas, a diferencia de la leyenda pagana, razón por la cual abundaban en las iglesias y catedrales.  Siempre de noche, en más de una ocasión,  cuando se disponía a dormir, le pareció ver en el patio interior una figura grisácea pequeña, como de medio metro de altura, que merodeaba ágilmente por una esquina, sobre las tejas. Una noche de luna llena, divisó y reconoció por vez primera, una gárgola de piedra ahí, inmóvil en la cornisa  del segundo piso. Creyó divisar unas estructuras puntiagudas, que sobresalían de la cabeza de la criatura, que se ocultó hábilmente atrás de la gárgola grisácea; al menos así lo interpretaron sus ojos. Fue un vistazo muy fugaz pues la figura desapareció veloz en la penumbra y el silencio nocturno. Una pequeña  e intensa luminosidad amarilla le quedó resplandeciendo en sus ojos unos instantes, como un pequeño punto fosforescente, bajo el brillo lunar. Pensó en algún animal, pero le quedó la duda. La criatura tenía una sutil afinidad con la bestia mitológica, pues siempre la utilizaba de parapeto, para escapar, sumirse y mezclarse en las tinieblas. Vesalio sospechaba que lo estaba espiando, pues por la posición, quedaba exactamente enfrente de la biblioteca. Creyó que bajo la influencia del libro de las gárgolas, su imaginación le estaba deformando y exagerando los hechos. Sin embargo en varias ocasiones, tuvo necesidad de correr las cortinas del ventanal, bloqueando la penetrante mirada inquisitiva de la gárgola y su perturbador silencio. Sentía al ver los ojos, que  estos proyectaban una poderosa fuerza energética.

Se enteró a los días, que Fortunato tenía como compañía un gato. Lo cuidaba en extremo y era su compañero fiel. Lo llamaba Félix y según los niños, respondía rápidamente cuando su amo lo llamaba en las tardes, para darle su alimento. Lo describían  de color gris oscuro y bastante corpulento. Mataba ratones y ahuyentaba cuanto bicho rastrero encontraba. Una noche, estaba Vesalio leyendo ávidamente en la biblioteca, cuando volvió a sentir la presencia de la criatura. Un fuerte golpe lo levantó de su butaca. Se asomó al patio interior, prendió los reflectores, pero no vio nada. Todo quieto y silencioso. La gárgola estaba inmutable en la esquina de siempre, con su mirada de piedra dirigida al estudio. Salió con un revolver, de protección. Cuando regresaba de su infructuosa búsqueda, pateó sin querer una figura de madera amarillenta.  La llevó al interior, la limpió quitándole un poco de barro y quedó admirado del laborioso y fino  tallado. Maravillado descubrió unas pequeñas incrustaciones en oro en la estatuilla. Era uno de esos sukias, en posición de cuclillas. De donde vendría no lo sabía. Tal vez fue arrojado por alguien, pero a esa hora, casi medianoche, lo único que vio fue a la sombra o criatura como él la llamaba. Envuelta en la oscuridad, fue materialmente imposible distinguir que o quien había sido.

Habían transcurrido unas dos semanas y Vesalio sentía que la casona lo iba aceptando poco a poco, como si fuera una anfitriona tolerante. Ya percibía como del techo, las paredes, el piso, emanaba una especie de dignidad hogareña que lo envolvía,  demandando más atención y reconocimiento. Él se iba adaptando y ahora veía y trataba  con mayor respeto sus alrededores. Una llamada del bufete, le recordó acelerar su investigación. Preparó una nueva gira. Acompañado por una tropa de niños voluntarios, fueron a investigar los pocos caminos que restaban del mapa. Después de un par de horas, se sentaron a descansar y uno de los chicos, Alexis, fue a evacuar, tras unos matorrales. El grupo esperaba bajo unos árboles. De repente, un limón dulce cayó sobre la cabeza de Vesalio, sobresaltándolo. Masajeando  su cabeza, se quedó mirando con atención en la dirección donde rodó el fruto, topándose con una figura en barro muy curiosa, cerca del niño de los matorrales.  Llamó a todos los jóvenes y fueron a explorar.

La estructura estaba a orillas del río y evidentemente había sido creada por las avalanchas de barro. Rompía la armonía natural del entorno. Tenía un metro y medio de altura, con una zona plana, angulada semejando una grada, seguida por otra más alta que se proyectaba casi verticalmente. Estaba a varios metros de distancia, del otro tronco que usó el niño, como servicio sanitario. Alrededor, varios bloques de piedra de granito, decorados con líquenes verdosos de todo tipo y tonalidad, atestiguaban su antigüedad.  Al acercarse espantaron una bandada de cuervos posados ahí, en lo más alto, que huyeron revoloteando. Comprobaron que la parte aplanada, era un tronco hueco parcialmente visible y relleno con barro y piedras. Un olor hediondo se esparcía en  el ambiente. Todos señalaron de inmediato a Alexis, pero éste, sonrojándose, sacudió la cabeza de lado a lado, negando  ser el origen de la pestilencia. Sagazmente, gritó  en son de broma, que la silueta le parecía como alguien cagando, para disipar el título de hediondo, que le habían endilgado. Todos soltaron la carcajada, pero a Vesalio además, le hizo girar los engranes de su mente detectivesca. Se levantó  de súbito, impulsado por una intuición y les ordenó a los pilluelos que trajeran agua del río.

Iniciaron una laboriosa limpieza de la mole de barro y con ayuda de unos puñales, fueron  raspando y desprendiendo terrones. Había un orificio pequeñito, que perforaba el barro seco, que mostraba un  cúmulo de laboriosos gusanitos blanquecinos. Poco a poco fue tomando cuerpo  una macabra figura humana, parcialmente comida por gusanos. Era el esqueleto putrefacto de Fortunato, en posición Sukia. Un anillo de oro, con el escudo de armas de la familia y sus iniciales, lo identificaron. Simultáneamente,  como desprendiéndose del fondo pétreo y grisáceo del granito, el cuerpo de Félix fue apareciendo y definiéndose claramente en primer plano. Nadie supo cuánto tiempo estuvo como un camaleón, vigilando  silencioso en esa zona, o si por el contrario se había materializado recientemente. Se fue acercando a Vesalio y le fijó sus grandes y amarillentos ojos en el rostro; con esa mirada felina, intensa e hipnótica sobre él, ambos se quedaron inmóviles unos instantes, contemplándose uno al otro.  Cruzó de súbito por su mente la imagen grisácea de una gárgola y  sintió como si el conocimiento de siglos, le  fuera depositado en su cerebro. Luego levantó al gato, quien muy dócilmente se acurrucó en sus brazos, dejándose acariciar por vez primera. Un brevísimo guiño de Félix, con el ojo izquierdo, le indicó al primo: ¡ya podían emprender todos  el retorno.

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