Cuento en construcción
En Cuento Colectivo creemos más conveniente dejar la elección del título hasta saber la conclusión del cuento, porque sabemos que el título debe ser un reflejo del contenido de la historia. Sin embargo, esto no es un impedimento para poder hacer un ejercicio a la inversa. Ya sabemos cual es el título de esta historia, ahora es necesario desarrollar la trama. Participa e invita a tus amigos. También recibimos imágenes originales para el cuento.
6 respuestas
La vida es un problema sin medida.
Aunque seamos felices o infelices… la vida, es un problema, y la muerte la respuesta eterna, que multiplica alegrías y derrota a la tristeza. Mientras tanto la vida es un problema, seamos felices o infelices, alegrías o aplastadas sean las estrellas.
El problema es no conocer nuestra muerte antes de asomar la cara en este ambiente, y tampoco conocer el transcurso, la lápida, la muerte invertida después de la vida, la mirada de la calavera.
Con los ojos de una vida que se apaga, con la idea del renacimiento sembrada en el asfalto lo imposible asoma sus dientes de fantasmas.
Con los ojos impregnados de palabras, un ser del más allá me miraba.
Como el sueño del aire de mis ojos, nunca más podré verla; pero, afortunadamente, besarla, ya es continuidad, un viaje hacia ese mundo mirífico de sombras.
Ya iba por el cuarto vaso de whisky y la furia dentro de él pareciá crecer. Siempre sucedía lo mismo cada vez que organizaba una fiesta, ya debería estar acostumbrado a los coqueteos de su mujer. Al final, el despacho era el refugio al que siempre acudía para calmar su frustración.
Con un movimiento velóz aventó el vaso contra la pared que tenía detrás, con tan buena suerte que fue a dar en uno de esos costosos cuadros que a su padre siempre gustaba agregar a la envidiable colección que poseía.
Lanzó una maldición y cuando sus ojos recorrían la estancia con rabia se topó con ese horrible souvenir que también aquél había traído de un viaje de exploración. Eso era algo que no comprendia, ¿por qué no eligió traerse una piedra, en lugar de esa horrible calavera que parecía reirse de él y de todo el mundo? Vaya a saber la historia que la rondaba. Sus cuencas vacias le producían tal estremecimiento que se sentía observado desde el otro mundo, como si estuviera ante un vigilante que aguardara al acecho la consecución de un destino marcado.
*parecía
Mis amigos me obligaron a ir. Hacía días que no salía de casa y creían que despejarme un poco podría hacer que dejara de regodearme en mi sufrimiento.
La exposición se llamaba Nuestros Antepasados, un nombre que, en mi opinión, era bastante cliché, rayando en lo aburrido. Pero ahí estaba yo, ante la entrada majestuosa del edificio de inicios del siglo pasado, antes un palacio de no se qué familia importante y ahora un museo precolombino. No recuerdo bien cómo llegué, imagino que Carlos y Andrea recogieron mi cuerpo sin voluntad y lo subieron a un auto. ¿Me quejé? ¿Ofrecí resistencia? Lo dudo.
Entré acompañado de mis amigos, arrastrando los pies, sin perder de vista la espalda de Carlos. Me sentí como una oveja siendo arriada, sin embargo era justamente la sensación que buscaba, una especie de pérdida de voluntad que me permitía dar un paso tras el otro, sin un sólo pensamiento por mi cerebro de ganado. Últimamente me era muy fácil entrar en ese estado perdido, era casi permanente, a diferencia de tres meses atrás, luego que Sandra me dejara. La primera semana fue de un dolor insoportable, lo único que quería era no pensar en ella, sin embargo era todo lo que hacía. Con el paso de los días logré encontrar ese vacío en mi, a partir del cual me alimenté y donde me refugiaba para olvidarme de ella, de todo, de todos. Era una oveja del cuento Pedrito y el Lobo, sin importancia, irrelevante, innecesaria.
– ¿Qué carajo hago acá?, susurré despacio, aunque no lo suficiente, Andrea me escuchó y replicó:
– Vamos negro, no lo hagas más difícil de lo que ya es.
Le concedí una mueca que pretendía ser una media sonrisa, pero que al final salió como un espasmo grotesco. Con ternura me abrazó y me llevó a la primera sala, mientras me decía – Seguro que lo pasarás bien, venimos a distraernos.
Andrea había sido mi amor de juventud, cuando aun era ingenuo y estúpido, lo suficiente para declararme a lo película gringa, representando el personaje del amigo patético, sin entender que en la realidad no terminas con la chica al final, sino con una profunda sensación de vergüenza y un forado del porte de un buque en tu autoestima. Creo que fue gracias a eso que ahora éramos amigos, no lo sé la verdad. Honestamente ya ni me importa.
Ví a Carlos frente a un escaparate donde estaban expuestos unos restos óseos de no sé que tribu de sudamérica. Andrea me llevó hasta su lado y los tres nos pusimos a ver los huesos repartidos forzadamente en un espacio no mayor que mi cama, mientras luces independientes alumbraban cada pieza del rompecabezas. Fui pasando la vista desapasionadamente hasta que me topé con el cráneo, el único cráneo de la muestra. Al principio me quedé atontado sin entender bien por qué, hasta que descubrí que habían muchos más huesos de los que una persona tiene, habían por lo menos tres personas allí, pero un sólo cráneo. ¡Uno sólo! Sus ojos que miran, pero no ven, me quemaban, hurgaban en lo más profundo de mis secretos, rasgando mi intimidad, mi espacio de seguridad y control. Empecé a temblar, aunque no podía dejar de ver observar el cráneo, casi como si estuviéramos manteniendo una lucha de miradas y no quisiera rendirme. Una gota de transpiración fria surcó mi espalda y, de repente, sentí mucho frio. La calavera me hablaba, perdida en un mar de cuerpos, sin saber dónde pertenecía, quién era o había sido, buscando reencontrarse, rearmarse. Me suplicaba que la ayudara.
Caí de rodillas y empecé a llorar, sin consuelo, sin censura. Lloré y lloré, como bebé de pecho, lloré hasta que ya no tenía más lágrimas, hasta que no podía seguir llorando, hasta que poco a poco el sueño reclama territorio para evitar que me autodestruyera. Así, sobre el piso del museo, poco a poco fui perdiendo la conciencia, hasta que la poca resistencia que oponía se rindió y me dormí.
Hacía días que no dormía bien, desde que se habían mudado a aquel enorme caserón de la familia, le costaba conciliar el sueño. Las primeras noches le echó la culpa al cansancio del viaje y la mudanza, pero ahora… no tenía ni idea de qué era lo que le pasaba. Daba vueltas y más vueltas en la cama, inquieta, sudando a pesar del frío. Se despertaba sobresaltada, con la certeza de que alguien la observaba, pero allí sólo estaba ella. Poco a poco las pesadillas la asaltaban, a veces eran tan reales… Estaba segura de que algo malo había sucedido en esa casa, algo que su familia había ocultado y que ella no conocía. Algo que cuando salía a la calle, hacía que sus vecinos la miraran con suspicacia. Decidió actuar y tras una semana de insufrible insomnio, acudió a la iglesia del pueblo, probablemente el padre Nicolás supiera qué sucedía en la casa, hacía años que era párroco y tenía que conocer todas las historias.
Salió de la iglesia igual que había entrado, sin ningún indicio de ayuda, el cura le había respondido con evasivas.
-Él no te ayudará- musitó un hombre harapiento al que no había visto
-¿Perdón?
-Fue cómplice de lo sucedido….
-Y usted ¿me dirá algo?
-Acude al puerto y pregunta por Roberto Lupin Jiménez
Obedeció, como un rayo bajo por descendió por la pendiente que conducía al pequeño puesto pesquero. No había mucha gente, ya que los barcos habían salido a faenar, entró en la lonja, donde empezaban a montar los puestos para vender lo pescado.
-Alguien conoce a Roberto Lupin Jiménez- preguntó a un grupo de señoras que allí se reunían.
La miraron entre asustadas y confundidas, alguna incluso se santiguó.
-¿Qué dices criatura?
-Si conocen a …
-Te hemos oído, pero preguntar por ese marino y hacerlo por el mismísimo diablo…- susurró.
-Necesito encontrarle
-El mar es su sepultura- farfulló otra mujer.
-¿Para qué? Sus restos descansan en paz, igual que el pueblo.
-Vivo en la casa del acantilado….
-Eres la nieta de Clara
-Si- asintió reforzándolo con un movimiento de cabeza.
-Siéntate ahí- la dijo una de las mujeres tras un breve parlamento entre ellas.
Las obedeció sin rechistar, esperando oír una solución para su insomnio.
-Clara fue prometida muy joven a Roberto Lupin, él era marino, por lo que pasaba largas temporadas fuera de casa. Tras la guerra el pueblo pasó mucho hambre, ni tan siquiera el pescado lograba abastecernos a todos. Ella estaba sola en la casona, porque Roberto había salido a faenar, cuando entraron en ella unos desalmados y la forzaron, a ella y a las criadas.
-No dijo nada- intervino otra mujer. – Por lo que las malas lenguas empezaron a decir que tenía un amante. Además fue la única que se quedó embarazada. Por lo que las habladurías aumentaron más y más.
-Todo esto llegó a oídos de Roberto, que en un principio creyó que el bebé era suyo, pero al final Clara le confesó que no, y le contó lo que había sucedido. Ciego de celos, cuando nació el niño, se lo llevó y nadie supo que fue de él.
-Desde entonces el pueblo no ha levantado cabeza – masculló la mujer que se había santiguado
Aquello eran supersticiones…. No quería decírselo a las mujeres, pero era lo que ella pensaba. Las agradeció su ayuda y regresó a la casa.
Aquella misma noche, las pesadillas volvieron, aunque no había pensado en el relato en todo el día, creyó que las mujeres la habían sugestionado. Se levantó a por un vaso de agua y cuando regresó, oyó el ruido de agua gotear, encendió la luz y lo que ella pensó que era agua, era sangre que salía através de uno de los muros del dormitorio. Espantada dejó caer el vaso al suelo, aquello no podía ser. Cogió uno de los atizadores de la chimenea y comenzó a golpear la pared para descubrir de dónde salía.
Una hora después, encontró los restos de un cadáver de pequeño tamaño. Su calavera la miraba, como había hecho todas las noches desde que se mudó allí, pidiéndola auxilio.
Los restos del bebé fueron enterrados en campo santo y la casona cerrada de por vida.
Entre todos los objetos heredados de tío Oscar, realmente la calavera era el más rocambolesco de todos. Él, que siempre se jactaba de ser un hombre de razón, de ley, recto hasta la saciedad, donde lo único lógico era lo que encuadraban sus balances de la empresa y los principios morales, tenía, justo en la cabecera de su escritorio, no un crucifijo, ni fotos de sus seres queridos, ni algún libro fundamental. No. Lo que tío Oscar tenía era esa calavera. Una calavera que te miraba, sí, sí, que te miraba desde los huecos enormes de sus ojos ausentes.
No sabía por qué había decidido tener tal objeto de adoración. Por eso fui aquella tarde, tras haber escuchado las últimas voluntades, a descubrir el por qué. Husmeé en el escritorio, gran mueble de madera de caoba, traído por uno de sus innumerables barcos venido de África. Y en el fondo de un aparador secreto, encontré una carta escrita por él. Con esa letra estilizada, de pluma, tan elegante como él, me explicaba el puesto de honor de tal calavera.
“Esta es la cabeza de un hombre, no sé si joven o viejo, pero al menos ya está en la otra orilla del tiempo. Nada, ni religión, ni creencias, ni valores, nada se puede comparar a la tremenda verdad que es la muerte. Sólo viendo esta calavera, puedo trabajar, ser coherente con lo que debo hacer en la vida, para que la muerte sea igual de justa conmigo. Esta calavera perteneció a alguien, no sé si joven o viejo, si libre o esclavo; pero recuerda algo, querida, recuerda… Sólo ella tiene la verdad, la Gran Verdad: la vida es un paso que nos lleva a la Muerte, y tras de ella, quién sabe. Haz siempre lo que debas, y nunca te lleves nada al Otro Lado”.
Esto es lo único que me llevo ahora. Nada el mundo hay más que la Calavera.