Cuento final
Este cuento fue escrito entre Patricia O, Jairo Echeverri García, Enrique Castiblanco, Virgilio Platt y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. ¿Cómo te pareció el resultado?
Ya iba por el cuarto vaso de whisky y la furia dentro de él parecía crecer. Siempre sucedía lo mismo cada vez que organizaba una fiesta. Ya debía estar acostumbrado a los coqueteos de su mujer. Al final, el despacho era el refugio al que siempre acudía para calmar su frustración. Con un movimiento veloz aventó el vaso contra la pared que tenía detrás, con tan buena suerte que fue a dar en uno de esos costosos cuadros que su padre siempre gustaba agregar a la envidiable colección que poseía.
Lanzó una maldición y cuando sus ojos recorrían la estancia con rabia se topó con ese horrible suvenir que también aquél había traído de un viaje de exploración. Eso era algo que no comprendía: ¿Por qué no eligió traerse una piedra, en lugar de esa horrible calavera que parecía reírse de él y de todo el mundo?
Vaya a saber la historia que la rondaba. Sus cuencas vacías le producían tal estremecimiento que se sentía observado desde el otro mundo, como si estuviera ante un vigilante que aguardara al acecho la consecución de un destino marcado. Quitó el protector de cristal en el que estaba la calavera y la miró un poco más de cerca. Entonces la agarró con su mano derecha y la trajo aun más cerca a su rostro, estaba de alguna forma, “cara a cara” con esta. Después la dejó en su sitio y se sentó en su sillón.
De repente se le vino el recuerdo de su esposa coqueteando de manera descarada con uno de los militares italianos, invitados al evento. Una ira se le empezó a acumular en el pecho. Su respiración se tornó más pesada y sus manos temblaban. Entonces se los imaginó fornicando. Se levantó de su sillón repleto de una cólera incontrolable.
Salió de su despacho, camino al salón principal. Estaba rojo y las venas en su cuello eran notorias. A penas entró, vio a su esposa todavía hablando con el italiano, su mano puesta sobre el hombro de su uniforme. Cuando el militar lo vio venir a lo lejos, se separó un poco de la mujer. Cuando ella vio la cara de su marido, enseguida notó algo diferente. “¿Qué te pasa amor?” preguntó preocupada.
Éste, aún rojo, la agarró de forma brusca de un brazo y se la llevó a un cuarto, lejos del salón principal, en donde estaban todos los invitados, quienes comentaban en voz baja el violento e inusual episodio. Ella nunca había visto a su esposo de esa forma, esas furias incontrolables no eran nada parecido a él… de hecho, se podría decir que él era lo opuesto a eso. Antes lo había visto con ganas de explotar, pero nunca había presenciado la explosión.
“Pero si sólo estábamos conversando, no entiendo cuál es todo el alboroto. ¿Has bebido mucho? Que patético e inseguro te ves” comentó ella con un tono desafiante. El comentario le costó una fuerte bofetada, la primera que había recibido en 7 años de matrimonio, y 13 de conocerlo a él.
Cuando él vio la cara de sorpresa e impresión de su esposa, quien tenía su mano puesta en el lado del rostro que había recibido el impacto, éste se calmó un poco. “Les diré a todos que se vayan. Espérame en la habitación” dijo él y salió del cuarto. Ella permanecía estupefacta y muerta del miedo. Cuando su esposo salió de la habitación, aquel que juró amar y honrar hasta la muerte, ella soltó el llanto reprimido.
Esa noche, ninguno de los dos lograba conciliar el sueño. La figura de la calavera permanecía de forma explícita, incluso cuando cerraba sus ojos. No obstante, estaba mucho más calmado. Le contó a su esposa de su experiencia al tocar el objeto, de la sensación incontrolable de furia que había sentido. Aunque era verdad que él nunca había sido violento, para ella todo sonó como una gran excusa para no afrontar la realidad.
Sin embargo, por absurda que le pareciera la idea de que la calavera hubiera tenido algo que ver con las acciones de su esposo, algo sí era cierto y era que quería saber más sobre el origen de la misma. La verdad era que le daba mala espina el objeto, pero si él quería conservarlo como recuerdo de su padre, allá él, después de todo era su despacho y lo podía decorar como quisiera.
La noche anterior lo había pensado bien y había decidido no abandonarlo. Tal vez esto había sido una reacción tardía al suicidio de su viejo, por el cual no había derramado una sola lágrima. Tal vez esos cambios drásticos de personalidad corrían en esa familia, teniendo en cuenta que su suegro nunca había manifestado cuadros depresivos y de repente un día lo encontraron colgado de la escalera de su casa con su propio cinturón.
Tocó dos veces en la vieja casa a las afueras de la ciudad. Unos pasos se escucharon a lo lejos y en unos segundos un señor de entre 60 y 70 años abrió la puerta. Éste había sido el mejor amigo de su suegro, muchos años atrás. Al decirle que era la esposa del hijo de John Alfred Martin, el señor enseguida la dejó entrar.
Era una amplia casa, repleta de antigüedades esparcidas en desorden por todo el lugar. Ella le preguntó al anciano sobre el origen de la calavera y también le contó acerca de los extraños incidentes de la noche anterior. El anciano estuvo completamente de acuerdo en que la calavera hubiera jugado un papel importante tanto en la muerte de su gran amigo, por su propia mano, y en la extraña actitud reciente del hijo. Para sustentar su caso dio todos sus motivos.
Ella no alcanzó siquiera a terminar el té que le había ofrecido el viejo. Había quedado tan espantada con la historia que acababa de escuchar que tan pronto llegara a su hogar iba a quemar esa calavera en la chimenea. Manejaba a 120 km por hora… tenía un mal presentimiento. Llegó a su casa y su esposo no contestaba a su llamado.
Subió a su despacho y lo encontró sentado en su sillón, sus sesos repartidos por todo el suelo y la pared. Tenía su revolver en una mano y a su lado, en una mesita, la calavera. La calavera, según contó el anciano, era parte de los restos de Bojune X, un déspota africano sobre el cual había caído una maldición: que su destino y el de todo aquel que le rindiera culto, estaría marcado por la muerte auto infligida.