Cuento final
Este cuento fue escrito entre Gladys Trujillo, Maite Guzman, Virgilio Platt, Lili Montealegre, Gustavo Lobig, Samuel Lopesierra y editado por el Comité editorial de Cuento Colectivo. ¿Cómo te pareció el resultado?
Anselmo siempre quiso aprender a volar, hasta que vio a un hombre tirarse desde lo alto de “La Quebrada” en Acapulco. Ahí decidió que quería aprender a caer. Comprendió que volar era exclusivo de las aves. Pero caer con ese estilo, desde tan alto… perderse en el mar por unos segundos y luego salir ileso, era una actividad que entraba en el rango de cosas que podía educar. Le gustaban las cosas que representaban riesgo.
De niño, solía nadar como un pez. Para él, nadar era casi tan natural como caminar. En el mar azul, se entretenía buceando entre los corales. Se fascinaba con tanto color, tanta vida y tanta belleza. Se confundía entre los peces, observaba como la marea regía la vida de ese mundo subacuático tan imponente, irreverente y desafiante. Solía entretener a los turistas dando lecciones de buceo y con una corta edad, ya hablaba perfectamente inglés, francés, italiano y alemán.
Hacía alardes de su capacidad para aguantar la respiración bajo el agua, encantaba a las turistas con su piel morena, su mirada serena de hombre de mar, su cabello crespo quemado por el sol, su cuerpo perfecto, labrado a fuerza de trabajo duro. Más de una vez debió escapar corriendo desnudo, de las fauces de los enfurecidos maridos que iban orgullosos a pasar su luna de miel en Acapulco y que al descubrir su lamentable suerte, estaban decididos a acabar con la vida de aquel lugareño seductor.
Pero a pesar de su increíble suerte, Anselmo se sentía vacío. En vano trataba de llenarse con todo lo que encontrara a su paso, pero nada lo sacaba de su terrible soledad, de su falta, que al cabo de un tiempo terminó convirtiéndose en dolor. Era sólo cuando estaba al borde de la muerte, cuando de verdad se sentía libre… cuando no pensaba en nada más.
En unas horas, sería su primer salto desde “La Quebrada” y este no era cualquier salto. Las rocas en el fondo obligaban a que aquel, lo suficiente valiente para lanzarse, tuviera que tomar un gran impulso y saltar con toda su fuerza para no terminar como una parte permanente del paisaje.
Lo que Anselmo no tenía en cuenta, era que un industrial millonario de la capital llamado Jorge Fatt, al cual su esposa lo había abandonado después de una aventura con Anselmo, conspiraba para que ese día la aparente gloria de este Don Juan de playa llegara a su final.
Era el momento de la verdad, se había preparado física y psicológicamente por más de un mes, con especialistas en el gran salto. Muchos locales y turistas habían llegado a presenciar la travesía de cerca. Jorga Fatt, también observaba todo desde el balcón de su mansión, a través de un telescopio. Anselmo estiraba sus músculos y practicaba pequeños saltos de calentamiento. Se alejó unos cinco metros del precipicio, llenó sus pulmones de aire al máximo y se decidió. Dio media vuelta y con todas sus fuerzas arrancó a correr… en el borde del abismo impulsó, con su pierna derecha, el salto.
Ya estaba suspendido en el aire, el pecho afuera, brazos detrás. Cuando vio que su salto había superado la parta rocosa de abajo, se tranquilizó. Puso sus brazos entonces en posición de clavado y después de unos segundos entró al mar de forma perfecta. Hubo un grito colectivo de euforia por parte de los espectadores.
Anselmo estaba debajo del agua, celebrando solo. Cuando intentó subir para tomar aire, sintió una presencia. Se dio vuelta y vio a un buzo, a un poco menos de diez metros. Éste le apuntaba con un arpón y apenas vio que Anselmo lo había notado, disparó directo al corazón. Anselmo alcanzó a reaccionar, sin embargo, la punta de hierro había alcanzado a atravesar su hombro izquierdo.
El buzo soltó su arpón y ahora se dirigía hacia donde Anselmo con un cuchillo. Fatt, desde su mansión, reía al ver que Anselmo aún no salía del agua. Mientras las ansias de los espectadores aumentaban por la misma razón, a Anselmo se le acababa el oxígeno en los pulmones. No obstante, a pesar del hombro herido, Anselmo tenía sobre el buzo la ventaja de una recia constitución, hermanada con el agua, con el aire, y el dominio perfecto del lugar.
Giró sobre sí mismo y, dejando un surco rojizo, se sumergió aún más, lo que desconcertó a su atacante y dio unos segundos de ventaja a nuestro héroe, suficientes para permitirle alcanzar y refugiarse en las traicioneras rocas que tan bien conocía. La libertad y la adrenalina llenaron su vacío supliendo la falta de aire.
Tuvo tiempo de sorprender al buzo, arrebatarle el cuchillo y clavárselo en el cuello con una mano, mientras la otra asía la boquilla salvadora y llevaba el vital oxígeno a sus pulmones a punto de estallar. Poniendo grilletes de roca al cuerpo exánime, tomó otra bocanada del aire encerrado en el tanque del buzo y con poderoso impulso nadó hacia la superficie destellante.
El arriesgado salto y la lucha por su vida le permitieron ver claramente qué hacer para salir del trance y dar un nuevo curso a su existencia. Mientras tanto Fatt, destrozaba el telescopio contra las ventanas de su lujosa mansión, espantando a sus sirvientes con otra de sus explosiones de ira.