Esta historia se está escribiendo pensando en México, su tierra y personas lindas, teniendo en cuenta que es el país que más visita este portal. La idea principal es crear una leyenda de la lucha libre (mira aquí las instrucciones originales). Hasta el momento, la trama ha sido escrita por Roberto del Vecchyo. Te invitamos a continuarla o a terminarla. Puedes hacer tu aporte en la zona de comentarios de esta entrada o escribiendo a comiteeditorial@cuentocolectivo.com.
Cinco kilómetros, dos más, tengo que acelerar el paso, tengo que forzarme más. Siento el peso de mi cuerpo rebotar en los tobillos, bien, siento más fuerza, ya casi estoy listo. No sigo rumbo a la casa, tomo la desviación hacia el parque; es de noche, todavía deben estar allí. Antes de llegar le doy una vuelta a la manzana contigua, es sólo para desacelerar y ver si me ven. Como siempre, están tan confiados que no se percatan de su medio; grave error, su confianza es el punto débil.
Siguen en el mismo lugar, su número varía, seis unos días, diez el otro; el promedio son seis… los mismos. Veo a sus mujeres-compinches ir y venir, tal parece que están en el negocio, que son gancho para que ellos roben –esa será una segunda tarea por averiguar–. Salgo por donde llegué, no quiero ser visto, eso me pondría en peligro evidente, pero, ¿cómo evitarlo?
Llego a la casa y sólo hago media hora de bolsa y un poco de salto de cuerda. No debo llegar tarde al trabajo. Atravesar la ciudad, por más que se queje la mayoría de la gente, nunca me ha perturbado, me sirve de entrenamiento, me da fuerzas. Mientras ellos caen de borrachos o duermen sus excesos, yo me estoy entrenando directo en la selva: correr para alcanzar la pecera, subirse de una mano y aguantar el trajín hasta el metro, correr en los pasillos de transborde (a veces saltar los torniquetes o deslizarme por abajo), empujar para entrar en el andén, mantenerme en el mismo sitio sin hacer esfuerzo y tomarme de un tubo, salir del metro con todos los botones del saco, correr de subida más de 8 cuadras residenciales para llegar a la oficina, registrar la tarjeta, dejar las cosas, salir disparado a comprar café y un sandwich, regresar a mi lugar, cambiarme los tenis por zapatos y empezar a teclear justo antes de que llegue la secretaria del jefe (cancerbero sexual de la autoridad); para mí, es todo un gimnasio completo y más.
La hora de comida me sirve para meditar la compra del tolete de policía o el tubo retráctil. Llevo varios meses de práctica: defensa personal, defensa callejera, lucha sin guantes, etc. Eso me tiene ya preparado para el encuentro, pero, son varios, necesito un apoyo y no me puedo comprometer con alguien, tendría que cuidarlo y eso me puede generar una distracción. No es, quizá y sólo quizá, lo correcto valerme de un “arma”, pero la intención final lo justifica.
Termina la comida y se acerca Gutiérrez, para variar, gritando desde medio pasillo.
–¡Qué? Adónde se va a armar; ¡vámonos ya! No hay condiciones laborales para seguir, ¡se acabó la chamba!… ¿A dónde vamos?
–Falta una hora para salir; no voy a salir un minuto antes, además, tengo trabajo por hacer –claro que tengo trabajo, hoy me toca practicar con maniquíes, comprar mi “arma” y acostumbrarme a ella.
–¿Ya se te arrugó? Insisto, lo que necesita tu vida es adrenalina, algo que te mueva, acción mi hermano, acción antes que te llenes de almorranas.
Gutiérrez, todo un personaje, el típico surfea vida, todo por encima, no se compromete a nada que no sean banalidades; menos las mujeres, y es normal que no sea una de sus aficiones, ¿quién aceptaría a un patán así?…
Una respuesta
Sin embargo, la utilidad –por llamarle de alguna forma– de Gutiérrez radicaba en esa facultad que tenía de saber la vida, obra y rutina de casi todos los personajes alrededor. A veces pienso que su obsesión por las mujeres y esos episodios de novios, hermanos, maridos celosos u ofendidos que terminaban en reclamos a puño cerrado sobre su persona, le han llevado a madurar esa afición, la cual es realmente conveniente con un propósito.