Mi querida señora

La ganadora del concurso por el séptimo aniversario de Cuento Colectivo es Valentina González Rendón, con su cuento, “Mi querida señora”. El jurado destacó la forma innovadora e impredecible de abordar a los personajes, lo cual hace que la trama en sí también sea inusual e impredecible. La ganadora recibe uno de los premios por el aniversario (concurso) de Cuento Colectivo en su domicilio, además de merecer la publicación, con la foto, de su historia en el sitio web y difusión por redes sociales y demás medios de Cuento Colectivo. El segundo puesto es para Laura Mojica, con su cuento “Una nueva oportunidad”. El segundo puesto también recibe un premio en su domicilio, que deberán especificar en este e-mail: comiteeditorial@cuentocolectivo.com. Todos las historias escritas por el concurso las pueden leer en la zona de comentarios de este enlace.

viejo y nuevo

Mientras cuestionaba el clima qué envolvía sus huesos y removia en ella recuerdos de las palabras que plasmó, pero jamás vivió, o al menos no aprovechó, Amber arrastraba sus pies rítmicamente por el asfalto qué, debido a la soledad de la calle, dejaba escuchar sus respuestas a las pisadas como pequeñas voces que respondían al barullo qué en esos momentos era la cabeza de ésta mujer.

En medio de la calle suspendió su marcha y frotó sus brazos con las manos en un abrazo a ella misma con el fin de calmar un poco el frío qué se adueñaba de su cuerpo mientras miraba a su alrededor lentamente, analizando cada pequeño lugar que la rodeaba. No le impresionó lo desolado qué se encontraba ni le preocuparon los peligros que podría correr una pobre anciana en medio de tal soledad, si no más bien el hecho de pensar que si estuviera lleno de gente, seguiría estando completamente sola y su mente seguiría siendo su única amenaza.

-¿Qué es entonces la verdadera libertad?- Gritó lo más fuerte que su desgastada garganta se lo permitía, manchando de su voz el viento congelado de la noche.
-La libertad como usted la cree, mi señora, no existe- dijo una voz masculina qué parecía haber salido de la nada.

Amber se sobresaltó por la inesperada respuesta y giró inmediatamente al lugar de donde provenía la voz, la entrada a un oscuro callejón. Era un chico que no aparentaba más de 25 años de edad, su tez extremadamente blanca y su evidente delgadez le hacían parecer un poco enfermo. Las ropas qué cubrían los tatuajes se asomaban por pequeñas partes visibles dejando a la imaginación un cuerpo lleno de tinta. Consistían en una chaqueta de cuero qué cubría la mitad del nombre de una banda que Amber no reconoció, estampado en la camiseta qué llevaba, un Jean gris bastante ceñido a las piernas y botas negras de cuero. De su cabeza parcialmente rapada salía una cresta pintada de un azul bastante llamativo.

Después de observarlo durante  unos segundos Amber se acercó a él lentamente y, sin desviar la mirada de los ojos verdes qué poseía, le lanzó una sonrisa que regalaba complicidad.
-Es raro oírlo de un chico que parece estar haciendo con su juventud lo que le viene en gana, y que parece bastante satisfecho con ello.
-Mi aspecto-, sonrió- No es sinónimo de libertad. Pues el hacer “lo que me viene en gana” sería más un toque de rebeldía, y la libertad, mi querida señora,  es un total antónimo de rebeldía, al menos en mi caso.
Un gesto de confusión inundó el rostro de Amber, dejando sus dudas más tormentosas qué en un inicio.

-Pero,  yo desee vestirme como realmente me gustaba cuando tenía tu edad, desee fumar y beber, no convertirme en adicta, pero si qué anhelé probar cosas nuevas. ¿sabes cómo fue lo que realmente viví? Mi padre no me dejaba estar fuera de casa después de las 8 de la noche, el mismo compraba mis ropas, limitadas a faldas largas y nada de escotes, nisiquiera me atreví a lanzarme al abismo de lo desconocido, pues mi confundida mente ya lo dictaminaba como algo malo.

El chico salió por completo de la sombra del callejón y rodeó a Amber a paso lento, golpeando primero el suelo con el talón y luego fuertemente con la punta de sus desgastadas botas, sus manos descansaban  en sus bolsillos y miraba tranquilamente hacia el cielo, captando de reojo como ella giraba la cabeza a medida que éste avanzaba. La noche empezaba a tornarse más oscura y pequeñas gotas cristalinas empezaron a descender del cielo.

-La libertad es un estado en el que puedes sentirte completamente tranquilo y agusto, ya sea contigo mismo o con los demás.  No es un estilo de vida, no es eterna, no existe sin desaparecer. Las gotas que caen, por ejemplo, podríamos decir que están presas en el mar, cuando es el caso, y experimentan la libertad cuando se evaporan con el fin de condensarse en la hermosas nubes qué para nosotros pueden significar la libertad de nuestras pupilas. Pero vuelve a ser una cárcel para ellas, nuevamente son libres cuando la frialdad las envuelve y saborean el viento que recorren hasta que se topan con aquello que las detiene.

Amber bajó la mirada hasta sus zapatillas de cuero perfectamente lustradas, pensando que esta vez habían sido la cárcel de la lluvia que las cubría.
El hombre miró a Amber y frunció el ceño al ver que una lágrima caía discretamente por su mejilla, confundiéndose con la lluvia qué en ese momento se intensificó enormemente sin previo aviso. A pesar de esto, ninguno de los dos hizo ningún esfuerzo por refugiarse de ella. Las manos de la mujer estaban empuñando la falda qué traía puesta, como si en cualquier momento se la fuera a arrancar producto de un impulso. A juzgar por el gesto evidentemente inexpresivo qué pintaba su rostro, parecía hacer grandes esfuerzos por no llorar más.
-Adelante- dijo a Amber con la voz llena de calma.

Ella alzó lentamente la mirada y clavó sus ojos en los de él, con un miedo irreal a que el hubiera leído su mente y preguntándose si se refería a lo que ella estaba pensando. Alzó una ceja en señal de confusión.
-Se que quieres hacerlo, vamos, se libre de una buena vez- estiró el brazo tocándole el hombro y dándole un pequeño empujoncito.
La mente de Amber experimentó una calma extraña dentro del eco de la tormenta qué lanzaba en forma de relámpagos algunos improperios a la acción que estaba a punto de realizar, con la esperanza de opacar el deseo haciendo más grande el miedo.

Uno, dos pasos. Los pies le pesaban mas de lo normal. Sentía que solo ella avanzaba, mientras todo a su alrededor se congelaba gradualmente. Las gotas de lluvia le susurraban anhelo a sus oídos, acariciaban su piel incitando sus más profundos miedos al pecado, caían en sus ojos obligándolos a cerrarse y ella aprovechaba esto para seguir avanzando como si no mirar garantizara el silencio de sus pensamientos.

Quizá con el fin de compensar tanta pérdida de tiempo y espera innecesaria, en un abrir y cerrar de ojos se despojó de sus zapatillas y de sus medias, corrió lo más rápido que sus oxidados huesos se lo permitían, analizó el piso en unos segundos buscando el charco más profundo y al creer encontrarlo se lanzó a saltar en él, cual niño que desobedece a su madre. Se embarró hasta las rodillas y aquella falda qué gozaba de impecables flores rosas hace unos momentos lucía ahora un satisfactorio color café, que le daba un toque de verdadera naturaleza.

Tomó con sus manos un poco de barro y, sin pensarlo dos veces, lo esparció por todo su cuerpo como si se tratará de el mismísimo elixir de la juventud. Salió de aquel charco y continuó corriendo, alzó los brazos en señal de victoria y empezó a dar circulos en su puesto, levantó la cabeza y desgarró un grito al viento que poseía una mezcla inconfundible de euforia, alegría, y una mancha de rabia, quizá por no haberse dado la oportunidad de experimentar tan maravillosa sensación antes.

Amber estaba tan absorta en su felicidad que hasta un tropezón lo disfrutó, pues al caerse sentada se acostó totalmente y miró hacia el cielo, dejando qué la lluvia se hiciera sentir en su rostro. Abrió la boca y sacó la lengua para saborearla. En ese momento recordó al chico que la había impulsado a hacer todo esto y levantó la cabeza buscándolo rápidamente.

El permanecía sentado en un andén cerca de donde ella estaba acostada, observando con una sonrisa pintada en el rostro todo lo que hacía. Amber lo observó durante unos segundos y le regalo la carcajada más sincera qué jamás había articulado, acompañada de unas pequeñas lágrimas que se despedían de sus ojos para saludar a sus mejillas en el camino.

-Así que, ¿a esto sabe la libertad?- dijo con la voz cargada de inocencia.
-Dulce, agria, ácida, amarga, sucia, limpia, calzada o descalzada, sabe a mar, a tierra, a pasto mojado o recién podado- respondió mientras estiraba los pies-. Se saborea con azúcar o sin ella, con los ojos cerrados o abiertos, de día o de noche, vestido o desnudos, en calma o eufórico, se siente en el alma, se toma tu cuerpo y lo hace explotar, o reconstruirse. La libertad, mi querida señora, sabe a sentirse bien.

Comparte este publicación:

Agregar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos requeridos están marcados *