Cuento final
Esta historia quedó de esta manera gracias a los aportes de Nai, Virgilio Platt, Stephanie Serrato, Jairo Echeverri García y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. ¿Cómo les pareció el resultado?
Sebastián vivía en la calle 8, justo en frente de la Escuela Real de Música y Danza. Las piezas de Mozart, Beethoven, Bach, Tchaikovsky, etcétera, fueron prácticamente la banda sonora de su infancia y adolescencia. Un día, cuando tenía sólo cinco años, mientras se escuchaba a todo volumen la novena de Beethoven desde la escuela, Sebastián, quien seguía la composición con su cabeza y cuerpo, no se pudo contener más. Le insistió a su abuela para que lo llevara al lugar donde provenía esa música.
La abuela comprendió que debía hacerlo, que era el destino indicándole el camino. Entonces cogió su chaqueta, abrigó a Sebastián, tomó las llaves que estaban en la pecera al lado de la puerta y salió del apartamento. Sebastián estaba poseído, con los ojos fijos en la nada. No caminaba… flotaba. Estaba a merced de la música.
La abuela le explicaba que esa música era universal, que no necesitaba de idiomas ni de traductores para hacerla llegar a todo el mundo. “¿Cómo se hace para hablarle al Universo, abuela?” preguntó Sebastián en su estado de posesión musical. “Con mucha práctica, paciencia y amor, mi niño”, contestó la abuela “es como aprender a hablar otro idioma pero en silencio, sin la boca ni las palabras, sólo con los sentimientos”. “¿Qué son los sentimientos, abuela?”. “Es lo que te pasó cuando escuchaste esa melodía y quisiste que te llevara a ella. Cuando lleguemos sabremos qué sentiste”, respondió ella.
Para Sebastián fue un camino tortuoso, aunque apenas se dio cuenta de eso. A medida que caminaba hacia la fuente de su hechizo, sentía que sus pasos se volvían cada vez más etéreos, suaves, livianos. Como si caminara sobre copos de nubes, suaves y blanquecinos. La abuela le contaba la historia de la melodía que le había gustado tanto a su nieto pero él ya no escuchaba… estaba perdido en la música. Cuando llegaron a la fuente, Sebastián sonrió. Su abuela comprendió que tendría que contarles a los padres del niño, cuando volvieran del trabajo, que su hijo ya no sería el mismo.
Enseguida una de las profesoras del instituto se acercó sorprendida. “Hola… ¿En qué puedo ayudarlos?” dijo, sin quitarle la mirada de encima a Sebastián. La abuela de Sebastián le respondió “nosotros vivimos justo en frente, el muchacho tuvo el impulso incontrolable de saber de dónde provenía esta bella música, que si no me equivoco, es del gran Beethoven”. “No se equivoca señora. ¿Dónde practicaba antes el muchacho la danza?” le preguntó la instructora. “Cómo así, Sebastián nunca ha estado antes en clases de danza ni de música de ningún tipo” respondió la abuela. “No puede ser” dijo la profesora… se agachó y le preguntó a Sebastián “¿Dónde aprendiste esos movimientos Sebastián?”. Sebastián le dijo: “De ninguna parte señorita. Es sólo lo que siento cuando escucho esos sonidos. No se cómo explicarlo”.
Entonces la profesora dijo: “El curso para principiantes de danza contemporánea abre en un mes aproximadamente. Me encantaría que Sebastián pudiera asistir”. La abuela le respondió “Es muy gentil de su parte señorita…”, “Madame Violet” le respondió la instructora. “Madame Violet, muchísimas gracias por la propuesta, pero estos últimos meses han estado algo difíciles para todos en la familia en materia económica. No podemos darnos ese lujo”. Madame Violet lo pensó por un rato y después dijo: “Voy a ver qué puedo hacer al respecto, pero creo que con Sebastián podríamos hacer una excepción. Por favor, déjeme sus datos y yo me pondré en contacto con ustedes en unos días”.
Al día siguiente la maestra llamó a la casa de Sebastián a informar que había logrado que lo becaran por un periodo de seis meses en la escuela. Y esos meses se convirtieron en años… el talento de Sebastián era inmenso, sin embargo, lo único que todos sus maestros le reprochaban era su actitud. Sebastián era muy consciente de sus habilidades innatas, él hacía de forma natural lo que los demás se demoraban meses e incluso años perfeccionando y eso le daba una especie de seguridad excesiva que a veces ocasionaba que descuidara sus prácticas o se dedicara al ocio.
Ya Sebastián tenía 17 años y hacía dos meses no había vuelto más a la escuela, a pesar de las insistentes llamadas de sus compañeros y maestros. Ahora sólo se dedicaba a pasar tiempo con Julieta, su nueva novia y con un nuevo grupo de amigos y amigas con los que se la pasaba de fiesta en fiesta y de borrachera en borrachera.
Esa etapa duraría bastante tiempo. No obstante, muy de vez en cuando, Sebastián, sin afeitar y con la misma ropa de hace días, se pasaba por la escuela con la excusa de saludar a las viejas maestras, pero en realidad lo que le gustaba era regodearse del hecho de que incluso sin haber practicado por meses, todavía el mejor de la escuela estaba a años luz de superarlo. Sebastián mismo se encargaba de demostrarlo en esas visitas ocasionales, a las que a veces hasta iba en estados de embriaguez o quien sabe qué.
Pasaron dos años enteros en los que Sebastián ni se pasó por la escuela en una de sus “visitas”. Un día, el fuerte sonido de la bocina de un carro hizo que Sebastián medio abriera los ojos. Al abrirlos por completo, se dio cuenta de que había dormido a la intemperie, en plena acera. Se levantó y comenzó a caminar. De pronto notó en el suelo un volante con el logotipo de la Escuela Real de Música y Danza, al parecer presentaban al día siguiente su más reciente obra. Como protagonista de la obra estaría Juan, el segundo mejor de la escuela, dos años atrás.
Sebastián hizo todo lo necesario para estar al día siguiente puntual a la obra. Al verla, estaba impresionado de la evolución de Juan. O a decir verdad, estaba más que impresionado, estaba aterrado… Juan se le había adelantado. Fue eso lo que hizo que Sebastián decidiera dejar esos vicios que lo alejaban de su verdadera pasión. Esa pasión por la música y la danza en realidad nunca se había extinguido, era sólo que Sebastián sentía que había muchas otras cosas que también quería vivir y además se conformaba con saber que era el mejor. Ahora, era un hecho que ya no lo era.
Sebastián y Juan se volverían muy buenos amigos y además, de los mejores bailarines del mundo entero. Sebastián, algunas veces, en forma de broma, comentaba: “Es que definitivamente no me podía pasar lo de la tortuga y la liebre, tenía que abrir los ojos”. A lo que Juan contestaba: “¡Ja! Tan engreído. Yo creo que más bien es uno de esos casos en los cuales el pupilo superó del todo al maestro, ¿no crees?”.