Este cuento ha sido escrito hasta el momento entre Enrique Castiblanco y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. ¡Participa e invita a tu red!
Desde pequeño, a Damián le enseñaron el respeto por el idioma y el amor por la literatura, que sumado con su inteligencia y orden, lo llevaron a convertirse en un editor impecable. No había error ortográfico o incongruencia en el sentido que se le escapara a este ojo milimétrico.
Por otra parte, la vida social de este personaje era muy agitada y aunque nunca había estado muy seguro de hacerse un tatuaje, por alguna extraña razón (tal vez porque ya estaba llegando a sus 30 años), tenía en el fondo de su cabeza hace algunos meses hacerse uno.
Después de vacilar por días, por fin se decidió por la frase de uno de sus escritores favoritos, Albert Camus, que dice: “No es vergonzoso preferir la felicidad”. Lo quería en su espalda, cerca del hombro izquierdo, por si se llegaba a aburrir, no tendría que verlo todos los días de frente.
Llegó al establecimiento de tatuajes y su instinto lo llevó a dar instrucciones exactas acerca de la frase que quería y el estilo de letra. Ese día estaba algo distraído por una serie de acontecimientos en la oficina que lo habían agarrado fuera de base. El artista de tatuajes empezó con su labor, pero Damián sentía que la faltaba dar otra especificación.
Estaba a punto de recordarse cuando le entró una llamada al móvil, era de la oficina, a deshoras, por el mismo lío de la mañana. La preocupación que quedó después de la llamada no solo le disminuyó el dolor de la aguja, hizo que el tiempo de llevar a cabo la “tinta” fuera corto. Salió disparado del establecimiento, no tuvo tiempo ni de revisar bien el tatuaje.
Tras llegar a su casa y resolver el problema desde su computador portátil, tuvo la intención de ver cómo había quedado su obra permanente del cuerpo. Fue el baño, se miró al espejo y levantó un poco el algodón que protegía su piel. Era un poco difícil leer al revés, pero estaba seguro que el tatuaje decía: “No es vergonsoso preferir la felisidad”.
Ahora era evidente la indicación que se le había olvidado: enseñarle al artista de tatuajes un poco de ortografía. Su primer impulso fue volver al lugar y decirle que corrigiera el error, pero a medio camino se arrepintió. Quizás era buena idea dejarlo como estaba, como una especie de broma acerca de los estragos permanentes que puede causar un momento de descuido, cuando eres rígido de la cabeza como él lo era.