Estabas en el metro, se sentó la mujer de tus sueños a tu lado pero no fuiste capaz de hablarle. Entraste en una discusión pero los mejores insultos se te ocurrieron después de la pelea. Narra primero lo que te pasó en la cruda realidad y cuéntanos después como hubieras querido que fuera. ¡Una segunda oportunidad! Haz el ejercicio.
2 respuestas
Quisiera que alguien creara la historia de la segunda oportunidad. Así fue como pasó:
Acababa de salir del Rex Club, eran apenas las 6 a.m. y aunque hace más de una hora me quería ir de la discoteca, tenía que esperar a que el metro abriera sus puertas a esa hora porque me encontraba a las afueras de París y un taxi hasta allá hubiera salido carísimo. Apenas la estación abrió bajé las escaleras, el primer metro del día llegaba y, buenas noticias, me dejaría directo en la estación de St. Lazare para ahí coger uno de los trenes suburbanos.
Apenas entré al metro, miré hacia la derecha y había una rubia hermosa sentada sola en un vagón con poca gente. La miré directo a los ojos para sentirme atrevido y “proyectar valor”, pero creo que en el fondo solo lo hice porque sabía que era lo único que me iba a atrever a hacer. Con el mismo impulso con el que entré, giré hacia la izquierda y me senté dándole la espalda a la rubia, a unos 6 metros de distancia.
¿Qué valiente no? Teniendo en cuenta que las sillas del metro no miraban todas hacia una dirección, sino que eran de esas que están unas opuestas a otras. Nunca he entendido para qué hacen esas sillas de esa forma. Solo si vas con 4 amigos resulta agradable verse las caras todo un trayecto… y eso. Hasta algunas veces con conocidos preferiría no tenerlos todo el tiempo en frente. Es que no sé dónde mirar. Para evitar el dilema, decidí sentarme en donde me senté.
Tenía entre sueño y cansancio. Pensé un momento en la rubia, en si hubiera sido mejor sentarme al lado y empezar una conversación. Es algo que nunca haría. ¿Qué tal que piense que soy un asesino en serie? Excusas y más excusas… algún día me tendré que lanzar al vacío sin mirar, en contra de mi naturaleza. En fin… lo mejor sería olvidarme de esa oportunidad.
Faltaban dos estaciones para llegar a la de St.Lazare y la rubia se cambió de su puesto y se sentó no justo al lado mio, pero del otro lado del pasillo, paralelo a mí. ¿Por qué habría hecho eso? No sé, pero podía ser interpretado como una clara señal. Además a esta hora, de seguro que también está trasnochada y quien sabe qué más. Tenía que decidir, o me bajaba en St.Lazare y me quedaba solo con el recuerdo, o empezaba un juego de miradas, le preguntaba cualquier cosa, inevitablemente saliéndome de mi trayecto.
Pensé en que no había llegado en toda la noche y que tal vez la persona que me estaba recibiendo como visitante en su casa en Sevres estaría preocupada. Además estaba cansado como para improvisar una conversación interesante, conversación que nunca supe en qué idioma se tendría que llevar a cabo. Además si le hablaba y no llevaba a ninguna parte quién sabe cuantos trenes más tendría que coger para volver a St.Lazare. Opté por bajarme en St. Lazare, y nunca sabré qué hubiera pasado.
Continuación segunda oportunidad.
Esta vez mi noche había sido terrible, salí de casa ese día sin mayores expectativas, tenía en mente dudas que me carcomían, en realidad eran preocupaciones insignificantes pero que crecían en mi mente como una bola de nieve. Decidí que no me quedaría en casa, así que salí solo, intentando encontrar algo de mi exiguo ánimo. Sin embargo pasé toda la noche fuera de lugar, extrañado de todo lo que me rodeaba, como espectador distante del mundo, como un turista de la vida.
Me subí al metro a eso de las 11pm sin darle ninguna importancia a nada de lo que sucedía a mí alrededor, sin darme cuenta y por comportamientos completamente mecánicos terminé de pie frente a la ventana del metro. Era una noche particularmente fría y todo aquel paisaje estaba cubierto por una gruesa capa de nieve, las luces doradas iluminaban rutilantes aquella ciudad dando una sensación de confort y serenidad.
De repente escuché una voz femenina, dulce y delicada que pronunciaba torpemente unas palabras en francés. La dejé hablar un momento hasta que se interrumpió a sí misma algo nerviosa, y dijo:
-Disculpe ¿Habla español? ¿Podría cerrar la ventana, hace frío?
-Así es esta ciudad – respondí – Fría y oscura, y sin embargo encierra cierta magia, un sincretismo entre el hombre y su noche.
Pronuncié estas palabras tan abstraído de la realidad que tuve que darme unos momentos antes de darme cuenta de que yo mismo estaba congelándome y que a pesar de su petición aún no había cerrado la ventana. Cuando finalmente pude cerrarla, con la torpeza de un niño, volteé a ver a la mujer que me hablaba intentando mostrar que mi demora no era un acto fruto de la apatía. Grande fue mi sorpresa al ver a la hermosa rubia que sonriente me miraba, totalmente complacida de ver a alguien comportarse tan singularmente.
– ¿Delirios de poeta? – me preguntó mientras sus ojos se iluminaban.
– Supongo que no hay mejor lugar para tenerlos que en un metro, y durante una noche parisina.
– Bueno, supongo que hay mejores.
Vi que su sonrisa se hacía más amplia y pareció como si por un momento su rostro iluminara la noche entera. Bajó la cabeza con timidez, quizá pensando que ese último comentario se habría podido malinterpretar de muchas formas, pero sus ojos volvieron a verme y yo, tan anonadado con aquel rostro le regresé la sonrisa. Ella me dio la mano y me dijo que se llamaba Carolina.
Poco o nada puedo contar de aquella noche, en parte porque no recuerdo lo que sucedió, entre el humo y el vino los recuerdos se desvanecen, pero lo que sí puedo asegurar es que las noches subsiguientes fueron mucho más cálidas.