Sigmund Freud, el denominado padre del psicoanálisis, nació un 6 de mayo de 1856. Por ser su aniversario de nacimiento, haremos un ejercicio en su memoria. Hay que escribir una historia cuya trama general se relacione con alguna de estas palabras clave: Sigmund Freud, psicoanálisis, inconsciente, mundo de los sueños, hipnosis, psicología, superyó, histeria. ¡Participa e invita a tu red!
3 respuestas
Eran una hora cualquiera y un lugar cualquiera, aunque propicios para la casualidad, en los que Psicoanálisis caminaba, como de costumbre, pasando desapercibida entre la multitud.
La pequeña Psicoanálisis observaba y analizaba a cualquiera que se cruzara en su camino. Este propósito le había nacido mucho tiempo atrás, el día en que se percató de que intentar comprenderse a sí misma, era inútil.
Cuando el sol se filtraba entre las nubes y acariciaba sus párpados, Psicoanálisis se sentía extasiada, y en completa comunión con el universo. Eran instantes para ella de plena felicidad, en los que sabía qué haría y cómo quería ser. Sin embargo, en cuanto se despistaba, perdía la calma y una terrible angustia la invadía. En esos momentos se encontraba presa de un espantoso vacío que la embargaba y provocaba sus más terribles crisis existenciales. Psicoanálisis quería descubrir qué era lo que la arrastraba hacia aquella agonía incomprensible. Tenía todo, o al menos casi todo, lo que en ese momento podía necesitar. Pero ella no era estúpida, y sabía que no siempre lo que necesitaba era lo que quería, así que se decidió a buscar lo que más deseaba, lo que le devolvía la plenitud de la que era adicta.
Psicoanálisis era pequeña, y tenía poca resistencia. Se impacientaba demasiado pronto con todo el mundo. No veía nada en nadie que le llamara la atención. El entorno era gris, y sus ojos ansiaban colores chillones que la hicieran estremecerse. Sabía por experiencia propia que algunos tintes desaparecían bajo las primeras gotas de lluvia, y que algunos otros perdían su brillo con el tiempo, desgastándose y camuflándose en la sociedad.
Así que una tarde, cansada de buscar, se limitó a observar, a sentarse y a empatizar, intentando con esmero filtrarse en las mentes de los seres que la rodeaban. Intrépida, recorría recovecos ajenos siempre que tenía oportunidad, con la esperanza de que algún matiz inesperado consiguiera cegarla.
Ésa era una de esas tardes.
Psicoanálisis llevaba a cuestas una gran maleta, llena de pensamientos y emociones que había conseguido reunir esa semana. Había sacado billete en la estación, y volvía a casa a vaciar su equipaje para poder seguir llenándolo una y otra vez, ampliando su infinita colección.
Ocupó su asiento, y se limitó a mirar por la ventanilla, esperando que el motor iniciara su rugido y comenzara el viaje.
En ese instante llegó lo más interesante que había vislumbrado en kilómetros a la redonda…
“Y la inminente entrada en escena de aquel desgarbado espejo detuvo el concienzudo psicoanálisis.”
Les iba mandar un cuento que se me ocurrió, sobre este tema, pero veo que ya hay uno. De todas maneras se los mando y ustedes ven donde lo ubican y si les gusta.
El Licenciado J. H. Klein alisó por tercera vez su corbata de moño, se encomendó al señor de amplia frente y barba blanca terminada en punta que adornaba su consultorio en un gran cuadro de cincuenta por cincuenta, recordó sus estudios de psicoanálisis y pulsó el botón del intercomunicador:«señora Adela, que pase el siguiente».
El siguiente paciente del Licenciado Klein era la viuda de Arduzzo, que concurría a terapia desde que perdiera a su marido en un accidente de tránsito, una semana después de casarse. El profesional creía que ya estaba preparada para la siguiente fase del tratamiento… la viuda no tenía ni idea de cual sería el paso que seguía.
—Bienvenida, señora Arduzzo —la recibió el doctor con afecto profesional—, pase y siéntase cómoda —le dijo señalando el sillón de los pacientes.
—Gracias, doctor, no sabe lo apurada que estaba para que llegara el día de la consulta.
—Si, me lo imagino. Comencemos la sesión. Acuéstese boca arriba, abra bien los brazos y respire profundamente. Vamos a comenzar el viaje por el inconsciente, a ver si resolvemos este embrollo.
Klein caminaba alrededor del sillón, pronunciando palabras científicas que la viuda no comprendía, y haciendo gestos desmedidos con sus brazos. La mujer, lo seguía con la mirada, mientras se acomodaba en el diván, quería comenzar a hablar cuanto antes, ya que eso la hacía olvidarse del trauma de la muerte de su joven marido. Después de todo, para eso pagaba la consulta. Cuando el Psicólogo le cedió la palabra, se despachó a gusto.
—Lo extraño, doctor. Extraño a mi marido todo el tiempo, hasta sueño con él, tanto dormida como despierta, se lo aseguro. —La joven y bella viuda, mostraba preocupación en su rostro, lo que provocaba que su maquillaje comenzara a correrse—. ¿Cree usted que tendré alivio algún día?
—Claro que sí. Para eso tenemos las enseñanzas del padre del psicoanálisis: «Todo tiene que ver con el sexo », decía él. —Una música suave y envolvente comenzó a inundar el salón—. Ahora vamos a relajarnos un poco, para que su cuerpo y su mente dejen penetrar la solución a su problema: aflójese el vestido, abra un poquito las piernas, coloque sus brazos por encima de su cabeza, y sobre todo, dispóngase a gozar.
La viuda de Klein, no entendía para qué debía hacer aquello, pero tenía mucha confianza en el Licenciado, al cual le había contado varios secretos íntimos de su efímera relación matrimonial.
—Doctor, ¿cree usted que esto es lo que yo necesito? ¿No se está apresurando un poco? —La mujer mostraba una débil resistencia a las órdenes del profesional, pero entre la música y la voz del Doctor, la convencían lentamente—. Todo lo hago en recuerdo de mi finadito amado, seguro que desde el más allá me está apoyando para que me recupere.
Con un movimiento sorpresivo, el Doctor le arrancó el vestido a la viuda, quedando esta solo en ropas menores. Instintivamente, la mujer se llevó el brazo izquierdo a la zona púbica, y con el derecho trataba de taparse los senos, quedando como un jugador de fútbol cuando lo mandan a colocarse en la barrera de un tiro libre, solo que con menos ropas. Su rostro mostraba una mezcla de asombro y de incertidumbre, su cuerpo…una transpirada piel que se iba poniendo poco a poco como de gallina. No sabía por cuanto tiempo más resistiría en esa posición. El Psicólogo siguió sin inmutarse con la sesión.
— ¡Así venimos al mundo, y así hemos de irnos! —dijo el doctor Klein, que de un salto quedó parado sobre una mesa ratona. Con otro sorpresivo tirón de su brazo derecho, se desgarró la túnica, que se desparramó por el suelo, dejándole a él con más desnudes que la paciente. La túnica del Licenciado, era como un disfraz de carnaval: llevaba pegada a la misma, la corbata de moño, un tramo que simulaba una inmaculada camisa, y dos trozos de casimir negro que venían a ser el pantalón. Únicamente vestido con sus relucientes zapatos color terracota, continuó con el discurso—: «Todos tenemos una innata atracción hacia el placer», decía el gran maestro. Usted, querida paciente, tiene que satisfacer sus necesidades, tiene que expulsar esos demonios del subconsciente que no la dejan ser feliz, tiene que dar paso a las fuentes del placer y dejar que penetren en su cuerpo todas las que puedan. —Sobre aquella mesita parado, el Doctor parecía la estatua del David, pero mucho más vívida y charlatana—. Prepárese, señora de Arduzzo, que la solución ya llega —concluyó.
La joven viuda, ya había cambiado de posición en el sillón: de« defensa» pasó a« golero» —con las piernas y brazos abiertos—, y ya completamente rendida a los estímulos del Licenciado, esperaba lo peor… o lo mejor, según se mire.
En respuesta a un llamado del aquel, entró taconeando al consultorio la secretaria, moviendo para todos lados sus grasosas carnes. Sobresaltada, la señora de Arduzzo giró su cabeza para observar a la recién ingresada, y sus ojos casi salen de sus órbitas: completamente desnuda, sin ningún tipo de complejo para mostrar su cuerpo pasado de kilos y escaso de belleza, la veterana secretaria traía en sus manos unos papeles para el Doctor. Se detuvo justo al lado del diván, casi rozando con su abultado y desnudo abdomen a la viuda.
—Como puede usted ver, mi querida señora, la psicología nos da las soluciones, no solo para la mente, sino también para el cuerpo. —De un saltito se bajó de la mesita, y se puso del otro lado del sillón, casi rozando con su cuerpazo a la desconcertada paciente. La viuda de Arduzzo no sabía si mirar el esculpido cuerpo del Doctor o el colgante y flácido de la secretaria—. Depende del uso que le demos, es el placer que nos trae. El sexo es el elemento clave de nuestra personalidad y por ende de nuestras preocupaciones, y solo mostrándonos tal cual somos, perderemos el miedo al placer.
La señora Adela interrumpió al Licenciado, entregándole una carpeta. La paciente, con pocas esperanzas y sin ropa, se sentía cada vez mas confundida entre aquel campo nudista, pero sus instintos todavía no la dejaban de hacer transpirar ni alisar su delicada piel. Quería una solución a su excitación, aunque tuviera que hacer un trío. A estas alturas lo mismo le daba, pero no se animaba a decírselo al Doctor. La secretaria y él, se pusieron a intercambiar opiniones acerca del caso de la viuda y del material que contenía la carpeta con total prescindencia de la falta de vestiduras que todos tenían. Luego, se fueron apartando los dos del sillón, y ensimismados en los papeles, se corrieron al escritorio del Licenciado, donde continuaron con la charla.
Poco a poco, la joven viuda, fue arrollándose en el diván, hasta convertirse en un ovillo humano, frágil y sudoroso. Estiró suavemente su brazo para tomar los restos de su vestido desde el duelo, se cubrió como pudo con él, y evaporadas sus pretensiones de ganarse al Licenciado Klein, alcanzó a preguntar con voz temblorosa:
—Doctor, ¿y la solución?
De espaldas a ella, y todavía en traje de Adán, el Doctor le contestó con disimulo:
—Ya está, mi señora. Ya está usted curada. Puede salir a la calle, y comenzar una nueva relación, su finado marido no la incomodará más. Se lo prometo…hoy quedó demostrado.
Mi inconsciente y yo tenemos una relación incestuosa. Además de eso, que no es poco, él siempre busca satisfacerme a base de un sexo oral que me puede. Nadie me la chupa como él, sabe perfectamente como mantener ritmos, acelera, toca, acaricia, besa, lame, saborea, degusta, extrae, mete, lengüetea, muerde. Despacio.
Nos encontramos tres veces a la semana, en un cuarto que compré para los dos. Compré un cuarto que no tiene ni cocina ni baño, ninguno de los dos necesitamos cocinar nuestros alimentos ni desechar nuestros desperdicios. Ni siquiera la cama resulta ser necesaria pero me gusta hacerlo recostado para después dormir, exhausto por las horas de sexo compartido con él.
La rutina nos encuentra a los dos furtivos, habitantes de ese cuarto, primero lo rechazo, es un juego que me gusta practicar. Hago como si no quisiera verlo, lo ignoro. Él recorre el cuarto -que sólo tiene 30 metros cuadrados- se escabulle en las paredes, pasea por debajo de la cama y se mira al espejo. Yo permanezco recostado en la cama, con los ojos cerrados escuchando sus pasos lentos y su respiración hablante: con el aire que expira me calienta, con el que aspira me seduce. Cuando ya no puedo más, se acerca y me besa, se traga mis obscenos deseos, mastica mis pensamientos y me los escupe en forma de flujo. Esa es la fórmula química de nuestra relación incestuosa, allí nos pasamos horas hasta que me quedo dormido. Siempre es igual, mi inconsciente termina chupándomela y yo caigo en un sueño profundo. Cuando me despierto, él ya se ha ido.