Un viaje a las brasas

Cuento final

Cuento: Marina Pagnutti  Final: Jairo Echeverri García

Foto de Flickr por Daquela Manera

― Buen día. Me lleva por favor al Parque el Helado.
― Sí, claro.
― Le hago una pregunta
― Sí, dígame
― ¿Cuántos animales tiene en su haber?
― ¿Perdón?…
― Sí, sí, lo que oyó, ¿cuántos perros pasaron por sus ruedas?
― No entiendo.
― ¿Cuántos perros atropelló desde que maneja?
― Ehhh ¡ninguno! ―asombrado por la pregunta, el taxista lanza una carcajada.
― Disculpe que le pregunte, pero es que hasta el momento perdí la cuenta. Ya son varios los perros que noto que ven a los taxistas valduparenses (oriundos de Valledupar, Colombia) con ojos desorbitados -le comento.
― Ja ja ja
― Pero dígame la verdad. No puede ser que en tanto tiempo no haya ni siquiera rozado ni a un solo pichicho. ¿Tal vez uno?
― A ver… déjame pensar… Bueno, sí. Creo que uno, pero fue hace muuucho ¡pero sólo uno!
― ¡A vio! Ya me parecía raro que no tenga una experiencia cercana con algún cuadrúpedo.

El taxista acelera y coloca el quinto cambio. En los cinco años que lleva trabajando, jamás pensó que alguien le hiciera esa pregunta. Él es uno más. Uno de los tantos que maneja a contramano del tiempo. Ni los 40 grados clavados en la piel sudorosa movilizan siquiera el velocímetro, que dicho sea de paso, en todos los taxis se encuentra aferrado inmóvil al cero.
Le señalo como destino de viaje el Parque El Helado, ya que tendría que encontrarme con unas personas para entrevistar. Le digo que se desvíe unos minutos y pare en el centro Guatapurí, porque necesito comprar un adaptador de dos patas para enchufar mi notebook.
Llego al mall y subo un par de pisos. Mientras ascendía hacia una gran bóveda vidriada, veo múltiples cuadros de reyes vallenatos colgados del techo, mostrando la trayectoria y dinastía que posee Valledupar.
Trepo en forma veloz por las escaleras mecánicas, ya que el chofer me espera en el taxi, para luego dejarme meteóricamente en el Parque.
Entro a un local, compro el enchufe, paso por el patio de comidas -ya era el mediodía y moría de hambre- y es cuando advierto algo tremendamente impactante.
Sí, un ser con manos de plástico. Me pregunto: ¿será una malformación de origen?, ¿se bañó demasiado y le brillan las manos?, ¿teme contagiarse la gripe A?, ¿le gusta la onda kitsch, es un snob?, ¿es una extraña membrana natural?, ¿es un fanático del fallecido rey del pop?, ¿un adorador del material biodegradable?, ¿se terminó de teñir el pelo con tintura especial? O, ¿simplemente es el último grito de moda?
En fin, sin mucho tiempo para las preguntas -el chofer, aún continuaba aguardando en su tuneado carro yellow submarine-, alcanzo a sacarle una foto y pienso si es posible que ese hombre tenga miedo a unas alitas de pollo. Luego, logro percibir como desde un extremo de la comisura izquierda, lentamente libera un hilo de baba casi imperceptible para el ojo humano, pero como a esta altura de los días, entre la inclemencia del tiempo, la deshidratación y los aires agobiantes emanados por “exiomo”; noto que había desarrollado una especial agudización de todos mis sentidos.
Definitivamente ese muchacho, babeante y rayado como su remera, me mira de reojo y lanza una mueca de placer. Decide meticulosamente diseccionar a su miserable pollito, mejor dicho a la extremidad más simbólica de libertad de un ave: su ala.
Al verlo comer, lo hace al mejor estilo taxista local con volante en mano, sin piedad de sus víctimas, ni pérdida de tiempo. Con la furia de la libertad humana, sin control y con Águila en sus venas -la cerveza colombiana por excelencia-, se nutre de las últimas horas más muertas del animal..
Semejante acto morboso y despiadado provoca náuseas. Me costaba entender la realidad. Desconozco si la falta de comida en mi cuerpo me hacía ver esas monstruosidades, o un fucú comenzaba lentamente a apoderarse de mí, o simplemente la situación era más alocada de lo que pensaba. Esa secuencia de acciones heló mi humanidad. Bajé lo más rápido que pude, subí al taxi y cerré fuertemente la puerta.

― No sabe lo que acabo de ver.
― Por como se encuentra, seguro que algo tremendo.
―¡Más que tremendo, horrorífico! Me vi por unos minutos reflejada entre dos manos enguantadas.
― ¿Pero cómo es posible eso niña?
― Así como le digo. ¡Me estaban comiendo! Sentí que un hombre me sujetaba entre sus dos manos con unos asquerosos guantes transparentes. Me sostenían de una manera tal que era imposible escaparme. Olía a pollo, estaba grasosa y me miraba con un hilo de baba cayendo desde su comisura. ¡Tengo miedo que me haya seguido hasta aquí!
― No, niña eso es imposible.

Por minutos me da rabia. Pienso que algo comienza a conspirar contra mi persona. Me están jugando raro y sé que estoy en mis cabales. Pienso que no puede ser que unos sorbos de cerveza Águila me hayan hecho tan mal. Es Imposible. ¿Me habrá hecho efecto la resaca del Old Parr de la parranda del día anterior en la casa de los Maestre? Mmm, no creo, pasaron varias horas.
De repente comienzo a vivenciar una taquicardia, como si el corazón quisiera escapar rompiendo todos los tejidos vitales. Siento las pulsaciones retumbar como tambores amplificados, mezclándose con un gran tenedor gigante rascando sin cesar una guacharaca. Oigo un acordeón de fondo, y algunos gritos…
Sigo pensando en el ser despiadado que me tenía sujetada entre sus manos de plástico en el mall.
Ante la posibilidad que haya seguido mis pasos, empiezo a desesperarme más. Como una rueda sin fin, su imagen se atasca en mi mente. Tiemblo, sufro y al momento de escaparme del vehículo, de pronto escucho:

― Helado, helado, helado, está el helado…

Oigo y no entiendo

― Niñaaaa, tu aladooo, está alado, helado…

Automáticamente pienso en alado, alas, pollo, ¡Me persigue el del mall!!

Cuando voltié pude verificar que no era el del mall, era tan solo un vendedor de helados, su acento caribeño había engañado a mi oído… me tranquilicé. Antes de bajarme del taxi el conductor me dice “no se afane niña, es sólo la forma en que funciona este mundo, la ley de la Selva como lo dice el Pato Darkwing o como se llame”.

Llevé a cabo la entrevista que tenía planeada y la concentración en ese momento me hizo olvidar de la experiencia que acababa de tener. Una vez terminé, me percaté de que la agudización de los sentidos que había experimentado se había esfumado, junto con la paranoia y las otras sensaciones fuertes… era hora de otra Águila.

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